domingo, 19 de octubre de 2008

Río

Camino despacio. Intento alcanzar el río antes de que lo lleven las sombras. Tengo miedo porque no sé qué vendrá.
Soy una semilla insignificante.
Chiquita, no valgo nada. ¿Qué será de mí cuando germine?
¿Germinaré?
Giro sobre mí misma. Está oscuro. Busco. Busco por lugares que alguna vez supuse conocidos y que ahora me niegan toda familiaridad, toda luz.
Me hundo en la tierra. Mis pies se hunden, ¿tengo pies? el miedo se va, huye porque la tierra me guarda, me acuna. Cambio de forma, mi humana apariencia se encoge, pierde forma conocida, se hace simiente.
Me siento tibia entre gruesos terrones negros, calientes por un sol rabioso que durante horas los sometió. Un sol que los acosó, que se hundió, que fermentó a la simiente que soy hoy.
Estoy perdida en la inmensidad.
Tengo fuerza, tuve fuerza y sé que debo llegar alto, porque estoy predestinada.
Siento que me quiebro, que voy a perecer.
La tierra ya no me salva, o sí, todavía estoy cubierta.
Estoy aterrada. Hundida y sin río. Quieta y con tantas ansias de germinar.
Estallo, reviento y no sé si entiendo qué sucede. Fija, inmóvil…me abro y tengo un hilo de vida, raíz que baja, que no se separa de mí…agua, quiero agua. Busco, anhelo mi río, agua que me meza, que me alimente, que me ame, que me riegue.
Agua.
El sol aparece y me ciega, florezco y soy un gajo pequeño; quiero crecer, llegar alto, muy alto, quiero tocar el cielo con mis manos, crezco, crezco y subo
El río ya no tan lejano. Amo al río pero él se escapa, me deja, se va.
Amo al río y estoy prisionera de mis raíces, de mi tierra, de la que me acunó y ahora no me deja ir…
¿Cómo lo alcanzo? ¿Cómo lo encuentro?
Llega, me toca, me moja, me da vida y se va.
Desfallezco, me hago laxa, me quiebro al viento, me dejo mecer por él, le soy infiel, río, a carcajadas río, río.
Cada vez más alta, cada vez más cerca, me expando, ramas y ramas crecen, salen, me cortan, me desespero.,
Mis ramas se extienden, se alejan. Se pueblan de hojas, me tapan de verde, me cambian. Pierdo mi imagen ¿Dónde estoy? ¿Dónde quedó la semilla?
Me visitan pájaros, insectos, lombrices, abejas.
Pájaros que van y vienen, que traen al río y que con su agua me refrescan.
La lluvia se niega a visitarme, el viento me acosa, no se cómo defenderme.
La tormenta me sacude, me enrolla, me retuerce, me desviste y me deja desnuda al sol para volver a florecer, para esperar al amor, para desearlo cada vez, toda vez, para ir hacia el cielo, siempre alto.
Es un camino ya marcado, es un destino ¿qué es?
Lo tengo, río fuerte y poderoso, crecido por la lluvia que nos junta, que de alguna manera cómplice desea que me roce apenas pero que se vaya, que entonces haga que lo conozca, que lo desee hasta querer morir.
No pudo acercarme a él.
Todo me lo impide.
Mis ramas laxas se mecen, pasean y apenas lo tocan, ¿con eso se conforman?
Un sol fuerte que queme para no sentir el calor que me abraza por dentro y que me hace desearlo hasta hacerme sentir marchita, vacía, perenne.
Sola y fatal. Deseosa y ávida.
Incapaz de unirme a él, incapaz de moverme y llegar más allá adonde el río baja y se va, adonde me deje la realidad.
Habitada y poblada, sola, cielo inalcanzable aunque suba y suba
Río, tremenda soledad de saberlo cerca y jamás poder tocarlo.
Un tronco a la deriva, sin vida…un tronco y un río que va…

viernes, 5 de septiembre de 2008

Rojo sangre

Kary se cortaba. Necesitaba el dolor físico para tapar/esconder los dolores del alma.
Su cuerpo era un mapa. Cicatrices rosadas subían y bajaban del codo a la muñeca, en los muslos, bajo las tetas.
No podía decir lo que sentía y, entonces, se aliaba con la gillette.
La sangre goteaba espesa y caía, lenta, por segundos, sobre la alfombra.
Kary no hablaba, Kary actuaba. Su dedo un pincel, su sangre pintura y las paredes de su cuarto un libro abierto escrito de dolor.
Nunca pudo decir qué le dolía.
Sentir
¿Qué siente?
Su cuerpo y ella no son amigos, no sé si algún día lo fueron.
Es una trampa.
Su cabeza no tiene calma. Piensa; piensa y habla todo el tiempo.
Tira ideas, genera ansiedades, grita culpas. Todo le molesta, nada le alcanza.
Ordena y ella ejecuta hasta que se rebela. Ordena acción cuando grita que todo se va al carajo, que la casa es un quilombo, que nada salió como ella lo había planeado, que cada vez está más gorda, que todo lo hace a medias. Le grita tibia, que no se juega por nada. Todo a mitad de camino. Y después se reprocha.
Todo y nada no existen. Los extremos se tocan.
Kary no siente el cuerpo. O lo siente, mejor dicho. Le pesa, le duele siempre y se llena de lugares comunes. Tiran los gemelos, quema la espalda, hay plomo sobre los hombros, estalla la cabeza.
Lo siente entonces y arremete mientras la cabeza sigue tirando letanías desagradables. - que de eso no se ocupe, que no sabe lo suficiente, nunca va a lograrlo por más que se esfuerce- pero contradictoriamente ordena – andá y estudiá, leé, buscá, preguntá, tenés que aprender, saber…
Y el final queda en un plano tibio de casi nada, casi todo.
Prisionera, reprimida.
Cabeza maldita. La engañó durante años.
Boca seca. Boca seca de tanto hablar para decir tan poco.
Ambigüedades. Creyó cada una de las verdades, cada una de las frases hechas.
Medio judía llena de culpas.
Cristiana a medias rodeada de mandamientos.
Atea falsa que ruega por un dios que le de paz.
Los locos deliran, alucinan. Las voces los mandan, apabullan, hieren, ordenan.
Como su cabeza.
Años hablando de lo mismo, carretillas de dinero en ofrenda al dios analista para que dispare alguna verdad o sentencia.
Vida perseguida y prisionera de un cuerpo insoportable que no goza, que no se suelta. Gobernado por una tirana insatisfecha y déspota que cuando se siente desobedecida y amenazada late con fuerza, paraliza, adormece, duele.
Una guerra sin tregua.
Kary escribía con sangre su dolor para poder sentirlo. No lo soportaba, lo enmudecía con tajos.
Kary desangraba todo eso a lo que no podía ponerle palabras.
Afuera pasos, órdenes, ruidos, música estridente.
Adentro silencio, excepto en la cabeza.
Luces fuertes frente al espejo. Fotos brillantes con gestos felices. Polvos y pinceles. Kary vuelve a mirarse, meticulosamente. Se para y busca las plumas,
Alguien golpea la puerta. Un golpe seco, “cinco minutos”, le avisan.
Kary acomoda su bikini, se enfunda en largos guantes de seda rojo sangre. Maquilla una vez más lo que pueda delatarla. Es experta en el arte de tapar.
Guarda sus piernas eternas en botas eternas de taco aguja.
Cierra la puerta tras de sí. Mira despectiva y de soslayo la estrella que la adorna con su nombre mientras dirige a todos una mueca que intenta ser sonrisa.
“El show debe continuar” escucha desde un abismo y pone un pié en el primer escalón.

jueves, 14 de agosto de 2008

FISURA

Si sabes que voy a hacer
no me quieras convencer
siempre mirando hacia atrás
nunca, nunca entenderás

LAS PELOTAS

-Me tenés harta,- le grité- me voy a la mierda.
-Andate, loca, y no vuelvas- gruñó Tomás del otro lado de la casilla.

Salí caminando, casi corriendo y sin mirar a ningún lado; enajenada. Como hacía siempre que las cosas salían mal. Doblé a la izquierda y seguí sin rumbo, esquivando charcos, “- hijo de puta, quién se cree que es. Hacerme esto, justo a mí que soy la única que lo banca y esconde cuando lo corre la yuta. Pollerudo, vamos a ver qué hace cuando no sepa dónde esconder su basura, se va a tener que meter todo en el culo. Ya va a saber quién soy yo.”
Seguí murmurando aunque me faltaba el aire por las lágrimas y los mocos. Las veredas se agrandaban a medida que los pasillos de la villa desaparecían y el sol me daba de frente y se guardaba atrás del agua podrida y negra del riachuelo que María Julia nunca limpió.
Subí entre casillas, chapas y basura hasta la estación Avellaneda y me senté en un rincón a llorar. Algunos compañeros que salían a cartonear saludaron desde la otra punta. Lo conocían a Tomás, por eso no dijeron nada.
Otra vez sola, como cuando mi vieja se fue. Yo tenía seis años y la Chola me encontró sentada en el colchón con una remera nomás y con el frío que hacía; igual que hoy. Yo lloraba, me acarició el pelo y preguntó por mi mamá. Se había ido a comprar pan ayer, le dije. Si tenía hambre, me preguntó, yo subí y bajé la cabeza y la Chola se hizo cargo.
Yo sabía que a ella también la habían abandonado hacía poco. Toda la villa lo sabía. Pero menos mal, por lo que contó. El tipo que vivía con ella la cagaba a palos todos los días. La última vez que quiso hacerlo la Chola lo amenazó con la cuchilla. Le dijo bajito que esa iba a ser la última piña, para los dos y entonces él, después de tirarle todo lo que había arriba de la mesa se fue pegando un portazo. Me acuerdo que me dijo que sintió más alivio que soledad. Y lástima por él.
Mi vieja se fue con otro tipo, el de la Chola por matón y cobarde. Esa mañana la Chola me agarró y me arrodilló adelante de la virgencita y le juró, por las dos, que nunca más un hombre iba a jodernos la vida. Yo creo que la Chola tendría que haber jurado por ella porque hoy lo tengo a Tomás, que no me faja pero igual jode.


-Ma´sí, mejor que se vaya ésta piantada, o se pensará que por un par de veces que me guardó la voy a bancar para siempre. Todo el día reclamando. Guita no, que hasta en eso se le nota lo tarada. Prefiere laburar para que yo no salga a vender. La vida arriba de los trenes con los chanchos babosos, los tipitos mirándola, pero “con la frente alta”, cosa de no creer esa mina, se piensa que con que pegue unos gritos me va a cambiar.
Hace frío, ¿habrá comprado otra garrafa?, mejor entro y tomo unos mates.
Hoy se pasó de viva, la próxima vez la cago a trompadas.

Lo conocí en los trenes. Me defendió de los pibes que quisieron afanarme lo que había juntado. Lo vi valiente. Después caminamos hasta Constitución. Otra vez tomamos el subte hasta el obelisco y paseamos por Corrientes. Casi se siempre se quedaba con la billetera de algún distraído y nos íbamos a comer una pizza a Guerrín. Esas noches me sentía importante, no comíamos parados. Tomás buscaba una mesa escondida y mientras esperábamos revisaba el botín, se reía de las caras de las fotos, hacía chistes, me acariciaba el pelo y juraba que esa iba a ser la última vez. Decía que todo esto era por nosotros, para poder salir de la basura, algunos trabajos nomás, que él estaba limpio, que porquerías no tomaba porque te quemaban la cabeza, que eso era para los giles. Le creí.
Laburaba solo, era más seguro y no había que compartir. Hasta que llegó el Loco.
Salía con ellos, cuando yo merodeaba bajaban la voz y Tomás me echaba. A veces pasaban días y no volvía.
Me quedaba en la casilla contando segundos y miraba por la puerta para verlo llegar silbando y con las manos en los oídos para no oír ni mis puteadas ni los pedidos de que buscase un trabajo limpio.
Una vuelta llegó corriendo como si el diablo le pisara los talones. Tiró el fierro. Lo seguían. Por suerte los había perdido cuando entró por los pasillos de la villa.
Fue la primera vez. Después me acostumbré. Estuvo guardado un par de veces y ni el Loco ni ninguno de la banda le dio una mano. Eran unos truchos; vivían duros y cada vez se metían en la nariz porquerías más rebajadas. Estaban fisurados.
Tomás no. Seguí creyéndole.


¡Cómo tarda ésta mina! Encima tengo una lija. Como de costumbre en este rancho no hay una mierda para comer. Me voy a lo del Turu a buscar un papel, la de él es bastante buena, espero que me banque porque no tengo un mango.

“Es un zarpado”, pensé mientras caminaba por Constitución y decidía si ir a Suarez para ver si la Chola me dejaba dormir en su casa o si quedarme yirando. Hacía mucho frío, pero con Tomás no volvía ni loca. Por él la Chola me echó de casa, me dijo que cualquier cosa menos turritos comermierda y que con él no iba a levantar cabeza nunca más. Pero Tomás iba a cambiar, lo había jurado.
Al final elegí a la Chola y sus sermones. El subte estaba calentito y por suerte vacío. Empecé a llorar de nuevo. Una vieja me miró desde la otra punta, pero no se acercó. Nadie se acerca cuando ve a alguien llorar. En Retiro el tren tardó. “¿Qué estará haciendo ahora?, mejor ni pensarlo.

No puedo creer que todavía no vino. Esta vez se enculó en serio. Encima si entra ahora estoy duro como una piedra. Igual nunca se dio cuenta, seguro que en un rato llega con una pizza. Más vale que vuelva pronto sino el que no vuelve más soy yo.

Llegué a Suarez con hambre, frío y una tristeza que nunca pensé que iba a sentir. Caminé por la orilla de las vías hasta el puente y desde ahí encaré para la villa. Estaba todo cambiado. Más chapas, más casillas, más lamentable. Hacía más de cinco años que no iba por ahí. En la esquina sin luz un par de pendejos fumaban paco. Me dio miedo pasar por ahí porque Tomás no estaba para defenderme. Le perdoné tantas. Esta no. Por suerte la casa de la Chola tiene luz. Espero que esté sola.

Le dije hola a la Chola, ella no preguntó porqué lloraba
Esta guacha no piensa volver Me fui para siempre le dije y le pregunté si me podía quedar Capaz que se hartó en serio, ¿y si no vuelve? La Chola me dejó pasar. Estaba todo igual, hasta mi cama en la esquinita. Mañana lo busco al Loco a ver si tiene algo Le contesté que no me había cansado de que afane, le dije que tenía que esperar a la casita de material, que él me había prometido que ahí largaba todo Si no tienen ningún laburito me voy a cagar de hambre ¿cuándo vuelve ésta reventada? Sí, le dije a la Chola, era cierto que había estado en cana un par de veces, que lo visitaba los domingos Hace un frío de mierda, ni en pedo duermo solo Le dije a la Chola que le había bancado cualquier cosa, pero hoy fue, como ella decía siempre, la gota que había colmado el vaso Soy un boludo, cómo no me acordé que jugaba Racing y que seguro no laburaba Chola no me interrumpió y le seguí contando que aunque sabía que el Loco y los pibes vendían y vivían fisurados. Tomás juraba que él nunca, él pungueaba. Yo le creía, pero hoy, en la casilla, estaba tirado, parecía muerto y en la mesita había polvo blanco, merca, le aclaré a la Chola por si no entendía. Me sentí tan boluda, y en mi pieza había una mina dormida Le tendría que haber dicho a la Yoli que seguro iba a salir mal, ¿pero cómo decirle no a ese culo infernal? Lo levanté del suelo todavía asustada, le seguí contando, y cuando vi que respiraba le tiré un balde de agua para que se despierte, ahí fue cuando le grité, Chola, que se fuera a la mierda le grité, y me fui llorando. No le creo nada más, Chola, nunca más Y no va a venir, la loca no piensa venir
La Chola me dio un beso en la frente y me pasó el brazo por los hombros. Fuimos juntas hasta la virgencita y, llorando, le prometimos que un tipo no volvía a cagarnos la vida. Nunca más.

viernes, 11 de julio de 2008

EL ESCRITOR COMO OPERARIO. R. ARLT

Si usted conociera los entretelones de la literatura, se daría cuenta de que el escritor es un señor que tiene el oficio de escribir, como otro de fabricar casas. Nada más. Lo que lo diferencia del fabricante de casas, es que los libros no son tan útiles como las casas, y después... después que el fabricante de casas no es tan vanidoso como el escritor.En nuestros tiempos, el escritor se cree el centro del mundo. Macanea a gusto. Engaña a la opinión pública, consciente o inconscientemente. No revisa sus opiniones. Cree que lo que escribió es verdad por el hecho de haberlo escrito él. El es el centro del mundo. La gente que hasta experimenta dificultades para escribirle a la familia, cree que la mentalidad del escritor es superior a la de sus semejantes y está equivocada respecto a los libros y respecto a los autores. Todos nosotros, los que escribimos y firmamos, lo hacemos para ganarnos el puchero. Nada más. Y para ganarnos el puchero no vacilamos a veces en afirmar que lo blanco es negro y viceversa. Y, además, hasta a veces nos permitimos el cinismo de reírnos y de creernos genios

viernes, 27 de junio de 2008

leer...escribir... por V.Woolf

..."los lectores capaces de construir con unas pocas indicaciones dispersas la entera circunferencia y el ámbito de una persona viva; los lectores capaces de transmutar nuestro mero susurro en una inconfundible voz; de percibir, aunque describamos o no, una cara precisa, de intuir sin una palbra que los ayude, un pensamiento exacto -y no escribamos sino para lectores así-, esos lectores ejemplares, decimos, saben muy bien que Orlando estaba formado de muchos humores...
-...Orlando era un hidalgo que padecía del amor de la literatura. Muchas personas de su tiempo, aún más las de su rango, escapaban al mal y quedaban en libertad de correr, de cabalgar o de enamorarse a su gusto...
...En la soledad el mal tomaba cuerpo más rápidamente. Ya entrada la noche leía unas seis horas más... Un apuesto caballero como él no necesitaba libros. Que dejara los libros, decían, a los tullidos y a los moribundos. Pero algo peor venía. Pues una vez que el mal de leer se apodera del organismo, lo debilita y lo convierte en una fácil presa de otro azote que hace su habitación en el tintero y que supura en la pluma. El miserable se dedica a escribir. Y si eso es ya bastante malo en un pobre, sin otra propiedad que una silla y una mesa debajo de una gotera, el trance de un hombre rico que sin embargo escribe libros es penoso en extremo.Se le escapa el sabor de todo; lo torturan hierros candentes: lo roen los gusanos. Daría el último centavo por escribir un solo librito y hacerse célebre; pero todo el oro del Perú no puede comprarle el tesoro de una frase bien hecha..."
de Orlando.
Virginia Woolf

lunes, 9 de junio de 2008

HAMBRE...por Juan Gelman

Hay 2600 millones de personas en el mundo que ganan menos de dos dólares por día y alimentarse les comería, según el país, hasta el 80 por ciento de sus ingresos. De manera que no comen o comen de manera insuficiente, su rebeldía es concreta como una piedra y los enormes intereses que manejan el precio de los cereales conocen el temor.

“La idea de que las masas hambrientas, llevadas por su desesperación, tomaran las calles para derribar al ancien régime parecía definitivamente exótica dado que el capitalismo triunfó de manera terminante en la Guerra Fría. Sin embargo, los titulares del mes pasado sugieren que el abrupto aumento del precio de los comestibles amenaza la estabilidad de un número creciente de gobiernos en todo el mundo...
Cuando las circunstancias tornan imposible alimentar a los hijos, ciudadanos normalmente pasivos pueden convertirse rápidamente en militantes que no tienen nada que perder”.

En efecto,
el hambre es una forma aguda de terrorismo.

aporte de Mario Jegier

viernes, 6 de junio de 2008

La boca seca

Todo empezó cuando quise ponerle palabras, por fin, a la inmunda pesadilla que tantas noches había atormentado mis sueños.
Estaba ahí, tan vívida, nítida y real que creí poder apresarla y matarla con mis propias manos.
La idea de matarla quizás les parezca absurda porque, de hecho, la maldita ni siquiera tenía algún tipo de forma. No era ni un bicho, ni una persona para mí amenazante o desagradable, ni siquiera algún monstruito de esos que aparecen tan simpáticos en la tele o las películas para chicos.
Cuando la maldita se hizo presente experimenté esa misma sensación de sequedad en la boca. Intenté que mi lengua tocase el paladar, que pudiera deslizarse por los labios, que los moje, sentir mi saliva y nada de eso fue posible. En vano abrí las canillas. De ellas no salió agua o algo parecido. Tiré el vaso contra la pared porque se me ocurrió pensar, en medio de la desesperación, que otra vez estaba durmiendo y no lo había notado, pero el ruido del vidrio estrellándose contra los azulejos me demostró que nada más lejos de mi cama, ésta vez.
Gracias a las repeticiones constantes de dicha maldición de pesadilla, yo sabía paso a paso lo que sucedería. Eso era lo alarmante, porque si ésta vez no estaba soñando, cómo acabaría todo. Gran pregunta a la que no podía darle respuesta.
Entonces, paso a paso, sabía que no habría nada de agua en las canillas de la cocina y del baño; nada en la heladera. Nada de agua en el inodoro donde hundiría mi cara buscando alivio. Nada de nada.
La garganta quemaría, seca, y por más que hiciesen los movimientos correctos mis glándulas no secretarían saliva alguna. De hecho, la lengua iba y venía pero en cada movimiento se resquebrajaba un poco. A propósito, entonces, empecé a llevarla hacia adelante y hacia atrás. Se me ocurrió que, de esa manera, las grietas que se abrirían permitirían que saliese sangre.
Pero como en tantas oportunidades las grietas crecieron y tampoco así tuve suerte.
Esquivé las esquirlas que quedaron diseminadas por el piso de la cocina y en un huracán fui hasta la calle. Tenía que conseguir beber fuese como fuese. La lengua se pegaba, raspaba y no lograba articular ninguna palabra. Cómo explicarle a nadie qué era lo que deseaba si no podía hablar. Bueno, los sordos se comunican, pensé mientras corría por las escaleras hacia abajo.
El punto es que lamentablemente sabía que en el kiosco de al lado el viejito que atendía no habría puesto una botella en las heladeras y que jamás comprendería mi rústico lenguaje de señas, como tampoco lo harían ninguno de los transeúntes a los que atacaría desprevenidos y tampoco encontraría alivio en los siguientes infinitos kioscos y bares y fuentes y charcos recientemente evaporados con que me cruzaría. Además sabía que, al menos en sueños, la ciudad se iría vaciando poco a poco hasta dejarme completamente sola con mi alma y mi sed.
Cruel, la realidad se imponía a mi inconciente. Tantos años de diván sin poder contarle al analista de turno ni la pesadilla ni mis deseos, y ahora que me estaba pasando tampoco podría hacerlo porque él se volatilizó como todo el resto.
Harta, agotada, desalentada y sobre todo sedienta, me senté en un banco frente al río que, mágicamente, como ya lo sabía, se había sedimentado pareciendo una gigantesca pista de patín.
Ni siquiera intenté llorar, supuse que las lágrimas tampoco hubieran salido.
Si todo hubiese sido como debería haber tenido que ser, éste sería el momento en que sudorosa me despertaría y tantearía la mesa de luz donde previsoramente siempre descansaba un vaso de agua.
Sentí que estaba en problemas.
El licenciado siempre decía, cuando llegaba a éste punto, que me concentrase en mis deseos, aunque sea en uno solo, chiquitito; para que, aferrándome a él, pudieran aparecer los otros. Años con el licenciado, millonadas invertidas en el licenciado (tiradas, decían los descreídos de Freud y sus secuaces) y jamás pude encontrarlo.
Me peguntaba cómo lo lograría ahora que estaba sola y se podría inferir, desesperada.
Respiré por la nariz, inhalé y exhalé como aprendí en las clases de yoga, me visualicé con un porrón de espumeante cerveza al lado del mar; y nada.
Un deseo, el sueño me gritaba que debía encontrarlo, a cualquier costo, y para desear y conseguir debía pedir, ¿pedirle a quién? qué maldición la falta de fe.
Quise tragar saliva pero ya sabemos que era imposible.
Impotente me entregué.
Entonces, cuando entregada, de alguna manera me relajé, fue que te vi. Siempre habías estado ahí y, por tenerte en la cara, todo el tiempo, fue que no pude advertirlo.
Yo deseaba. Lo deseaba.
Deseaba abrazarlo por la espalda cada noche cuando agarraba la cuchilla y cortaba, todas iguales, las verduras para la cena; y besarle en el cuello.
Deseaba el abrazo largo, sentido, después de años sin vernos, y nuestros pasos por la avenida y su sonrisa y la confesión de un amor guardado y finalmente entregado.
Anhelé volver a verlo después de hacer el amor, sentado contra la pared, con la almohada entre las piernas y los ojos fijos en mí mientras hablábamos y hablábamos de las cosas de la vida y la noche se colaba por la ventana, poniendo su cara en blanco y negro, lentamente, hasta taparla por completo.
Las nubes crecieron sobre el río que de a poco empezó a correr y, con una furia tranquila, la lluvia cayó. Levanté la cara hacia el cielo y abrí la boca bien grande. Tomé agua hasta hartarme.
Tenía razón nomás el analista. Era cuestión de empezar a desear.

de Julio Cortázar acerca de la literatura

“La admiración que provocan las tragedias griegas o las de Shakespeare, el interés apasionado que despiertan muchos cuentos y novelas nada sencillos ni accesibles, debería hacer sospechar a los partidarios del mal llamado “arte popular” que su noción de pueblo es parcial, injusta y en último término, peligrosa.

No se le hace ningún favor al pueblo si se le propone una literatura que pueda asimilar sin esfuerzo, pasivamente, como quien va al cine a ver películas de cowboys.

Lo que hay que hacer es educarlo, y eso es en una primera etapa tarea pedagógica y no literaria”.

jueves, 5 de junio de 2008

"La luna roja" por Roberto Arlt

"En distintos parajes de la ciudad, a horas diferentes, numerosas parejas de jóvenes y muchachas se juraron amor eterno, olvidando que sus cuerpos eran perecederos; algunos vehículos inutilizaron a descuiddos paseantes y el cielo, más allá de las altas cruces metálicas pintadas de verde, que soportaban los cables de alta tensión, se teñía de un gris ceniciento, como siempre ocurre cuando el aire está cargado de vapores acuosos. Nada lo anunciaba...
...Súbitamente, sobre el tanque de cemento de un rascacielos, apareció la luna roja. Parecía un ojo de sangre despegándose de la línea recta, y su magnitud aumentaba rápidamente. La ciudad, también enrojecida,creció despacio desde el fondo de las tinieblas hasta fijar la balaustrada de sus terrazas en la misma altura que ocupaba la comba descendente desde el cielo..."
Fragmento del cuento "La luna roja", del libro de cuentos "El jorobadito", de R. Arlt

sábado, 31 de mayo de 2008

INMORTALIDAD por Humberto Constantini

Ocurre simplemente que me he vuelto inmortal.
Los colectivos me respetan,
Se inclinan ante mí,
Me lamen los zapatos como perros falderos.

Ocurre simplemente que no me muero más.
No hay angina que valga,
No hay tifus, ni cornisa, ni guerra, ni espingarda,
Ni cáncer, ni cuchillo, ni diluvio,
Ni fiebre de Junín, ni vigilantes.
Estoy del otro lado.
Simplemente, estoy del otro lado,
De este lado,
Totalmente inmortal.

Ando entre olimpos, dioses, ambrosías,
Me río, o estornudo, o digo un chiste
Y el tiempo crece, crece como una espuma loca.

Qué bárbaro este asunto
De ser así, inmortal,
Festejar nacimiento cada cinco minutos,
Ser un millón de pájaros,
Una atroz levadura.
Qué escándalo caramba
Este enjambre de vida,
Esta plaga llamada con mi nombre,
Desmedida, creciente,
Totalmente inmortal.

Yo tuve, es claro, gripes, miedos,
Presupuestos,
Jefes idiotas, pesadez de estómago,
Nostalgias, soledades,
Mala suerte…
Pero eso fue hace un siglo,
veinte siglos,
cuando yo era mortal.
Cuando era
Tan mortal,
Tan boludo y mortal,
Que ni siquiera te quería,
Date cuenta.

viernes, 30 de mayo de 2008

En la vía

Quedé sola de éste lado del andén, sentada en un banco duro, bajo un techo de chapas que tapaba poco del sol y el calor anormal para abril.
Por segundos perdí el tren. Ahora tendría que esperar. Fue feo cuando corrí y vi que, hiciese el esfuerzo que hiciese, igual se iría sin mí delante de mi nariz.
Estaba muy cansada y tenía náuseas por el olor a fritanga que salía del bar de higiene dudosa del final de la estación. Había trabajado mucho.Mi jefe me había gritado. Esta vez no contesté nada, me comí las lágrimas y las respuestas porque necesitaba seguir trabajando aunque fuese en ese tugurio. Sentía tanta bronca cuando veía algún abuso que en poquísimas ocasiones podía controlarme. Pero entonces, indefectiblemente, volvería a ocupar un lugar de desocupada en las estadísticas.
No eran más de las seis. Del otro lado llegó un rugido imponente, era el tren que venía de la capital. De a poco fue parando. Dejé a un lado la revista que estaba leyendo. No podía prestarle atención a las minas esculturales en lugares paradisíacos cuando la imagen que tenía enfrente era su perfecta contracara.
El tren partió. Pitó sonora la bocina y comenzó a arañar los rieles. No podía dejar de mirar. Como un cachetazo se deslizaron ante mí decenas de personas que abarrotaban los vagones y que sobraban por todos lados. Tantos nadies amontonados. Sin caras. Tantas manos colgadas de las puertas, los agarramanos, de a tres, de a cuatro, de a miles. Bolsos pesados, miradas y gestos hartos de calle, de maltratos, de cansancio. Muchos con pobreza y hambre de días. Tipos sentados hasta en el techo.
No pude dejar de observarlos.
En el último vagón, una puerta cerrada. Otra más. Un rectángulo y los últimos tres hombres afirmados en el escalón con una bicicleta destartalada parada en una rueda. Me aterró que alguno pudiese perder el equilibrio.
Mi jefe me gritó. No lo merecía y las lágrimas empezaron, otra vez, a correr.
Estaba sola de éste lado del anden.¿Estaba sola de éste lado del andén?.
La máquina y los vagones se alejaban y con ellos decenas de hombres tristes que no veían que lloraba.
El tipo de la bicicleta soltó peligrosamente su mano del caño y con una sonrisa gastada me dijo chau.

india

Estrellas


Para Alfredo.


“…Cantor que canta a los pobres
Ni muerto se ha de callar
Pues ande vaya a parar
El canto de aquel cristiano
No ha de faltar el paisano
Que lo haga resucitar…”

Coplas del payador perseguido
Atahualpa Yupanqui



El calor hace imposible la siesta. Salgo de la casa más cansado que antes, con la cabeza a punto de estallar. Debe ser por el sol que cae fuerte sobre las chapas y el bochorno del verano que se pega en el lomo y aturde las ideas. Saco la silla de madera, esa que está toda descolada y me siento como él, con el respaldo adelante, los brazos cruzados y apoyando el mentón. No deben ser más de las cuatro. El piberío anda como si nada, los pelos duros de mugre, los mocos colgando, mientras festejan ruidosos el último gol. Allá en la esquina Rosa saca agua de la zanja con un balde viejo. Lo tira a la calle tratando inútilmente de refrescar un poco. Sucia y estancada, el agua cae pegando con fuerza sobre la tierra reseca y rebota levantando una fina cortina de polvo. Los rayos de sol, crueles e inhumanos, atraviesan esa capa terrosa que poco a poco se diluye y dispersa. Y allá atrás sólo yo veo la silueta del viejo.
Está en su silla como siempre, con el respaldo adelante, hamacándose, con los brazos sobre el borde donde apoya el mentón. A su lado, en el suelo, el Malinche. Perro de dudoso color entre marrón y negro; hocico y orejas afilados, ojos dulces; perro perro, siempre compañero. Del otro lado la pava abollada y negra, el mate, un poco de yerba. El viejo mira a los chicos chupando un cigarro apagado. Los mira sentado al ladito nomás del sauce. Difícil siempre saberle el tiempo vivido. Todos lo conocieron así desde el día en que apareció junto a aquel árbol frente a la casita blanca abandonada hacía rato. Surcos cuarteando la piel oscura, ojos chiquitos, acechantes, barba y bigotes amarillos de tabaco, pocos dientes, menos sonrisas.
Apareció en el barrio algún día de algún noviembre, aún joven, con la vista perdida en los eucaliptos del fondo mientras el sol se perdía por atrás del campo tiñendo al maizal de naranja furioso. Se quedó parado por horas, hasta que el cielo se pintó de negro con la luna nueva y colmado de estrellas
Yo era un gurí que no pasaba la decena. Vi su silueta recortada entre las sombras cuando volvía de vagar por el río con mis amigos del barrio. Traía atados a la caña un par de bagres que había pescado. Mientras bordeaba las vías y espantaba a los perros me acerqué a ese aparecido de los cuentos de la tía Ñata. Caminé hacia él como hechizado y me paré cerca. Sucio y barrigón no me senté ni me animé a hablarle.
Todos los otros se habían ido asustados por su facha, yo no podía despegarme del tronco del sauce y por hacer algo, porque él me ignoró, empecé a contar estrellas en voz baja mientras oía de fondo a los grillos y a los sapos.
De pronto la magia se quebró. Mi madre gritó desde el portón:
-Marcos, la cena está lista. Vení a lavarte.
No le respondí porque total no podía oírme, se había metido en la casa. Iba por la estrella cuatrocientos diez.
Al día siguiente creo que conté trescientas más. Cuando iba por las dos mil había pasado más de una semana. El viejo miraba el cielo y yo parado a su izquierda tratando de no molestar al Malinche.
-¿Te faltan muchas?- preguntó de golpe.
Me asustó.
- No sé, qué se yo, creo que a algunas las conté dos veces.
- Puede ser, nunca se sabe.- murmuró- Decime algo, ¿Marcos, no?- afirmé con la cabeza- ¿Vos porqué no te vas como los otros?
Le tendría que haber dicho que a mí también me daba miedo pero me hice el valiente y le dije: -Los otros son unos giles. Me llama mi mamá- y salí corriendo.
Trato de leer el diario. Es muy difícil porque los chicos de la Sonia tienen la cumbia a todo lo que da, canciones irreproducibles hasta para mí que tengo la boca más sucia que una letrina. El ruido crece porque se mezcla con algún chamamé de las casas del fondo. A la vuelta alguno corta el pasto. Se huele además de escucharse a la máquina ir y venir. La verdad es que hace rato que la tarde no es tranquila pero el calor sigue siendo infernal. Hoy tengo franco así que no voy a andar por la fábrica subiendo y bajando escaleras, ajustando tuercas, controlando las líneas y los silos. El olor al maíz es muy fuerte, el viento debe venir del río, igual yo ya no lo siento, está metido en mi nariz y en mi cabeza desde que nací. Hoy no trabajo, voy a poder ver las estrellas.
A partir de aquella noche me senté a los pies del viejo todo el verano para escuchar las historias que contaba. Eran de gente común. Me habló de la huelga grande en Buenos Aires cuando él era todavía un pibe y de cómo mataron a los obreros, de la levantada de los campesinos por el sur, del Che. Otras veces no contaba, entonaba bajito canciones de Atahualpa y Viglietti, decía algo de desalambrar que yo no entendía pero me gustaba su voz cuando lo cantaba.
Algunos días me ignoraba pero de todas maneras me quedaba a su lado, como perro manso, igual que Malinche. Y contaba estrellas.
A veces se iba a la mañana bien temprano, antes que sonara la sirena de la fábrica. Bordeaba las vías con las manos en los bolsillos y el pucho colgando y tomaba el tren a Buenos Aires. Cuando volvía del colegio lo encontraba casi siempre en su árbol con la mirada fija en los eucaliptos.
Un día apareció con una mujer – La compañera Marisa- presentó. Se quedó a vivir en la casa blanca que desde entonces pareció menos abandonada. Era linda Marisa, me gustaba su pelo naranja, igual a los maizales incendiados de noviembre, y como cantaba. Era maestra en el bajo y en la escuela de adultos.
A mi papá no le gustaban, los evitaba y no quería que yo los tratara. Cuando se lo conté al viejo se rió con esa risa poco usada, me revolvió el pelo y me dijo – Qué joder, rajá de acá entonces, hacele caso a tu viejo.-
Sus momentos más elocuentes fueron aquellos estimulados por el tinto o la ginebra. Gracias a ellos me enteré de que había nacido en el norte y que su papá fue jornalero de los ingenios de azúcar, que laburó y laburó y que murió tan pobre como nació. Su madre tuvo otros siete hijos. La miseria le llevó uno nomás al nacer y una de las mujeres se fue pariendo; a los otros se los llevó la vida misma. El dijo que no había nacido para transcurrir y que por eso se fue a la capital. Las cosas no salieron como hubiera querido. Terminó hombreando bolsas en el puerto. Parafraseaba a Don Ata diciendo que “unos trabajan pa´trueno y es pa´otros la llovida”. Después me decía – Hay que estudiar Marquitos, para que no te usen, para pedir lo que te corresponde. Hay que estudiar”.
Hice lo que pude. Terminé séptimo y después dos años de bachiller pero con los milicos todavía la cosa se ponía brava. Cuando repetí mi viejo me consiguió un puesto en la fábrica y empecé a vivir al compás del silbato. A las siete, a las once, a la una y a las cinco. Sonaba la sirena, marcaba la tarjeta.
La fábrica es una cosa loca. Te llama con voz seductora y te atrapa. Cuando te tiene es casi imposible dejarla. Hace más de treinta años que estoy adentro. Conozco como vive, su corazón, como respira. Ella me traga, me mastica y me escupe cuando sólo soy un puñado de vísceras inservibles. Los días, la vida son de acuerdo al turno, la quincena, el sueldo. Depende de los compañeros que se accidentan, que se caen desde el tope de los silos y se lastiman y al tiempo vuelven. O no vuelven más.
La tarde empieza a declinar. El sol es menos brutal ahora y la cuadra se va poblando. Allá en la esquina los Martínez desatan los caballos para que pastoreen en el campito. Mate va, mate viene. Toda la comadreada se junta y se pasa los chusmeríos del día. Los techos se incendian igual que los eucaliptos atrás con la bola de fuego que no perdona ni a pobres ni a ricos. El sudor se pega en el cuero de los hombres que ya no saben qué sacarse. Los chicos se mojan con las mangueras y embarran todo. La música sigue pero la Mabel la tapa gritándole al que cortaba el pasto porque ahora lo quema y le ahuma la ropa recién colgada. No alcanzo a oír lo que él le contesta.
Se lo llevaron en el setenta y ocho cuando todos gritaban los goles del mundial en un invierno frío. Habían quedado atrás los sofocones del verano, los cuentos, las canciones y las estrellas. Yo tenía como doce y los vi desde mi ventana. Eran muchos y hacían ruido como si quisieran que todo el barrio se enterase. Vinieron en patrulleros y en Falcones verdes, cargados de armas hasta el cuello como si en la casa del viejo hubiera escondido un batallón. Tuve miedo. Pese al quilombo nadie salió a mirar qué pasaba. Tiraron abajo la puerta, a las puteadas. Gritaban, se oía cómo volaban las cosas adentro, cómo rompían lo de vidrio, con saña. Sacaron al viejo a empujones y encapuchado. Nadie salió a defenderlo. Mi papá tampoco. No volví a dormir. Lloré mucho abrazado a mi almohada.
A la mañana siguiente me metí en la casa blanca a escondidas de mi mamá. Era la primera vez que entraba. Todo era un lío, caminaba con cuidado y levantaba libros y cuadros.
Habían destrozado con odio.
En el dormitorio encontré a la compañera Marisa escondida, acurrucada, llorando. El pelo naranja despeinado y en camisón. La tapé con una manta, le acaricié la cabeza, le llevé agua y me fui en silencio imaginando estrellas.
Lo entregó el cura. Un tipo oscuro, decrépito. No fue al único que delató.
Nadie hablaba de lo que pasó en la casa blanca. Nadie creía que él volvería. Nadie excepto Malinche, la compañera Marisa y yo.
Malinche no se movía del sauce, la compañera Marisa ponía el agua para el mate todos los días a eso de las cinco. Miraba hacia la puerta abierta y nunca más la escuché cantar.
Un día, con el invierno cansado de helar los campos y cuando detrás de los eucaliptos amenazaba con teñirse de naranja lo vimos los tres parado frente a la puerta. Estaba sucio, flaco. Mudo. Nos miró con ojos acuosos, me revolvió los pelos, acarició a Malinche y abrazó largo a su cumpa.
Se sentó como siempre con el respaldo adelante, los brazos cruzados y el mentón apoyado mientras la noche caía. A su lado quedamos, como perros mansos, Malinche y yo. La luna gigante, amarilla, iluminó la calle.
El cielo se va apagando. Las mujeres ya vuelven con las bolsas de los mandados, los hombres agarran sus bicicletas y marchan para que la fábrica se los coma. Los del turno mañana se deben estar bañando y preparando para comer. La música desapareció y en cambio se oyen los grillos y los sapos. Ya pasó el camión regador y los chicos siguen jugando a las bolitas, algunos pescan en la zanja. El único que no se fue es el calor, seguro va a llover.
Hoy franco. Mañana la asamblea por los compañeros despedidos “…es una mala experiencia vivir temblando por todo. Cada cual vive a su modo, la rebelión es mi ciencia…”, cantó alguna vez el viejo.
Hace años se fue, mudo. Atrás la compañera Marisa rumbeó para otros pagos. La casa blanca sigue sola desde entonces.
Fuerte éste verano. Apago el pucho. Tomo otro mate. Ya está oscuro.
Zanja de por medio el viejo me mira sentado con el respaldo adelante, los brazos cruzados, el mentón encima. Sonríe sólo para mí con esa sonrisa sin dientes y sin uso.
Desde la orilla de enfrente, al lado del paraíso, empiezo a contar estrellas.

india

miércoles, 28 de mayo de 2008

Uno arriesga la vida
por amor
lealtad
la revolución
por poder
la alegría
un minuto de placer intenso
por los hijos
los padres
los amigos amados
la patria
la libertad


Susana Silvestre

Coraje impreciso para esa decisión. Caída libre ¿libre por fin?. Hermosa y complicada mujer. Brillante, dulce, loca y sincera.Peleaste duro por todo y no peleás más.
Que encuentres paz. (nov. 1948 mar. 2008)