Para Alfredo.
“…Cantor que canta a los pobres
Ni muerto se ha de callar
Pues ande vaya a parar
El canto de aquel cristiano
No ha de faltar el paisano
Que lo haga resucitar…”
Coplas del payador perseguido
Atahualpa Yupanqui
El calor hace imposible la siesta. Salgo de la casa más cansado que antes, con la cabeza a punto de estallar. Debe ser por el sol que cae fuerte sobre las chapas y el bochorno del verano que se pega en el lomo y aturde las ideas. Saco la silla de madera, esa que está toda descolada y me siento como él, con el respaldo adelante, los brazos cruzados y apoyando el mentón. No deben ser más de las cuatro. El piberío anda como si nada, los pelos duros de mugre, los mocos colgando, mientras festejan ruidosos el último gol. Allá en la esquina Rosa saca agua de la zanja con un balde viejo. Lo tira a la calle tratando inútilmente de refrescar un poco. Sucia y estancada, el agua cae pegando con fuerza sobre la tierra reseca y rebota levantando una fina cortina de polvo. Los rayos de sol, crueles e inhumanos, atraviesan esa capa terrosa que poco a poco se diluye y dispersa. Y allá atrás sólo yo veo la silueta del viejo.
Está en su silla como siempre, con el respaldo adelante, hamacándose, con los brazos sobre el borde donde apoya el mentón. A su lado, en el suelo, el Malinche. Perro de dudoso color entre marrón y negro; hocico y orejas afilados, ojos dulces; perro perro, siempre compañero. Del otro lado la pava abollada y negra, el mate, un poco de yerba. El viejo mira a los chicos chupando un cigarro apagado. Los mira sentado al ladito nomás del sauce. Difícil siempre saberle el tiempo vivido. Todos lo conocieron así desde el día en que apareció junto a aquel árbol frente a la casita blanca abandonada hacía rato. Surcos cuarteando la piel oscura, ojos chiquitos, acechantes, barba y bigotes amarillos de tabaco, pocos dientes, menos sonrisas.
Apareció en el barrio algún día de algún noviembre, aún joven, con la vista perdida en los eucaliptos del fondo mientras el sol se perdía por atrás del campo tiñendo al maizal de naranja furioso. Se quedó parado por horas, hasta que el cielo se pintó de negro con la luna nueva y colmado de estrellas
Yo era un gurí que no pasaba la decena. Vi su silueta recortada entre las sombras cuando volvía de vagar por el río con mis amigos del barrio. Traía atados a la caña un par de bagres que había pescado. Mientras bordeaba las vías y espantaba a los perros me acerqué a ese aparecido de los cuentos de la tía Ñata. Caminé hacia él como hechizado y me paré cerca. Sucio y barrigón no me senté ni me animé a hablarle.
Todos los otros se habían ido asustados por su facha, yo no podía despegarme del tronco del sauce y por hacer algo, porque él me ignoró, empecé a contar estrellas en voz baja mientras oía de fondo a los grillos y a los sapos.
De pronto la magia se quebró. Mi madre gritó desde el portón:
-Marcos, la cena está lista. Vení a lavarte.
No le respondí porque total no podía oírme, se había metido en la casa. Iba por la estrella cuatrocientos diez.
Al día siguiente creo que conté trescientas más. Cuando iba por las dos mil había pasado más de una semana. El viejo miraba el cielo y yo parado a su izquierda tratando de no molestar al Malinche.
-¿Te faltan muchas?- preguntó de golpe.
Me asustó.
- No sé, qué se yo, creo que a algunas las conté dos veces.
- Puede ser, nunca se sabe.- murmuró- Decime algo, ¿Marcos, no?- afirmé con la cabeza- ¿Vos porqué no te vas como los otros?
Le tendría que haber dicho que a mí también me daba miedo pero me hice el valiente y le dije: -Los otros son unos giles. Me llama mi mamá- y salí corriendo.
Trato de leer el diario. Es muy difícil porque los chicos de la Sonia tienen la cumbia a todo lo que da, canciones irreproducibles hasta para mí que tengo la boca más sucia que una letrina. El ruido crece porque se mezcla con algún chamamé de las casas del fondo. A la vuelta alguno corta el pasto. Se huele además de escucharse a la máquina ir y venir. La verdad es que hace rato que la tarde no es tranquila pero el calor sigue siendo infernal. Hoy tengo franco así que no voy a andar por la fábrica subiendo y bajando escaleras, ajustando tuercas, controlando las líneas y los silos. El olor al maíz es muy fuerte, el viento debe venir del río, igual yo ya no lo siento, está metido en mi nariz y en mi cabeza desde que nací. Hoy no trabajo, voy a poder ver las estrellas.
A partir de aquella noche me senté a los pies del viejo todo el verano para escuchar las historias que contaba. Eran de gente común. Me habló de la huelga grande en Buenos Aires cuando él era todavía un pibe y de cómo mataron a los obreros, de la levantada de los campesinos por el sur, del Che. Otras veces no contaba, entonaba bajito canciones de Atahualpa y Viglietti, decía algo de desalambrar que yo no entendía pero me gustaba su voz cuando lo cantaba.
Algunos días me ignoraba pero de todas maneras me quedaba a su lado, como perro manso, igual que Malinche. Y contaba estrellas.
A veces se iba a la mañana bien temprano, antes que sonara la sirena de la fábrica. Bordeaba las vías con las manos en los bolsillos y el pucho colgando y tomaba el tren a Buenos Aires. Cuando volvía del colegio lo encontraba casi siempre en su árbol con la mirada fija en los eucaliptos.
Un día apareció con una mujer – La compañera Marisa- presentó. Se quedó a vivir en la casa blanca que desde entonces pareció menos abandonada. Era linda Marisa, me gustaba su pelo naranja, igual a los maizales incendiados de noviembre, y como cantaba. Era maestra en el bajo y en la escuela de adultos.
A mi papá no le gustaban, los evitaba y no quería que yo los tratara. Cuando se lo conté al viejo se rió con esa risa poco usada, me revolvió el pelo y me dijo – Qué joder, rajá de acá entonces, hacele caso a tu viejo.-
Sus momentos más elocuentes fueron aquellos estimulados por el tinto o la ginebra. Gracias a ellos me enteré de que había nacido en el norte y que su papá fue jornalero de los ingenios de azúcar, que laburó y laburó y que murió tan pobre como nació. Su madre tuvo otros siete hijos. La miseria le llevó uno nomás al nacer y una de las mujeres se fue pariendo; a los otros se los llevó la vida misma. El dijo que no había nacido para transcurrir y que por eso se fue a la capital. Las cosas no salieron como hubiera querido. Terminó hombreando bolsas en el puerto. Parafraseaba a Don Ata diciendo que “unos trabajan pa´trueno y es pa´otros la llovida”. Después me decía – Hay que estudiar Marquitos, para que no te usen, para pedir lo que te corresponde. Hay que estudiar”.
Hice lo que pude. Terminé séptimo y después dos años de bachiller pero con los milicos todavía la cosa se ponía brava. Cuando repetí mi viejo me consiguió un puesto en la fábrica y empecé a vivir al compás del silbato. A las siete, a las once, a la una y a las cinco. Sonaba la sirena, marcaba la tarjeta.
La fábrica es una cosa loca. Te llama con voz seductora y te atrapa. Cuando te tiene es casi imposible dejarla. Hace más de treinta años que estoy adentro. Conozco como vive, su corazón, como respira. Ella me traga, me mastica y me escupe cuando sólo soy un puñado de vísceras inservibles. Los días, la vida son de acuerdo al turno, la quincena, el sueldo. Depende de los compañeros que se accidentan, que se caen desde el tope de los silos y se lastiman y al tiempo vuelven. O no vuelven más.
La tarde empieza a declinar. El sol es menos brutal ahora y la cuadra se va poblando. Allá en la esquina los Martínez desatan los caballos para que pastoreen en el campito. Mate va, mate viene. Toda la comadreada se junta y se pasa los chusmeríos del día. Los techos se incendian igual que los eucaliptos atrás con la bola de fuego que no perdona ni a pobres ni a ricos. El sudor se pega en el cuero de los hombres que ya no saben qué sacarse. Los chicos se mojan con las mangueras y embarran todo. La música sigue pero la Mabel la tapa gritándole al que cortaba el pasto porque ahora lo quema y le ahuma la ropa recién colgada. No alcanzo a oír lo que él le contesta.
Se lo llevaron en el setenta y ocho cuando todos gritaban los goles del mundial en un invierno frío. Habían quedado atrás los sofocones del verano, los cuentos, las canciones y las estrellas. Yo tenía como doce y los vi desde mi ventana. Eran muchos y hacían ruido como si quisieran que todo el barrio se enterase. Vinieron en patrulleros y en Falcones verdes, cargados de armas hasta el cuello como si en la casa del viejo hubiera escondido un batallón. Tuve miedo. Pese al quilombo nadie salió a mirar qué pasaba. Tiraron abajo la puerta, a las puteadas. Gritaban, se oía cómo volaban las cosas adentro, cómo rompían lo de vidrio, con saña. Sacaron al viejo a empujones y encapuchado. Nadie salió a defenderlo. Mi papá tampoco. No volví a dormir. Lloré mucho abrazado a mi almohada.
A la mañana siguiente me metí en la casa blanca a escondidas de mi mamá. Era la primera vez que entraba. Todo era un lío, caminaba con cuidado y levantaba libros y cuadros.
Habían destrozado con odio.
En el dormitorio encontré a la compañera Marisa escondida, acurrucada, llorando. El pelo naranja despeinado y en camisón. La tapé con una manta, le acaricié la cabeza, le llevé agua y me fui en silencio imaginando estrellas.
Lo entregó el cura. Un tipo oscuro, decrépito. No fue al único que delató.
Nadie hablaba de lo que pasó en la casa blanca. Nadie creía que él volvería. Nadie excepto Malinche, la compañera Marisa y yo.
Malinche no se movía del sauce, la compañera Marisa ponía el agua para el mate todos los días a eso de las cinco. Miraba hacia la puerta abierta y nunca más la escuché cantar.
Un día, con el invierno cansado de helar los campos y cuando detrás de los eucaliptos amenazaba con teñirse de naranja lo vimos los tres parado frente a la puerta. Estaba sucio, flaco. Mudo. Nos miró con ojos acuosos, me revolvió los pelos, acarició a Malinche y abrazó largo a su cumpa.
Se sentó como siempre con el respaldo adelante, los brazos cruzados y el mentón apoyado mientras la noche caía. A su lado quedamos, como perros mansos, Malinche y yo. La luna gigante, amarilla, iluminó la calle.
El cielo se va apagando. Las mujeres ya vuelven con las bolsas de los mandados, los hombres agarran sus bicicletas y marchan para que la fábrica se los coma. Los del turno mañana se deben estar bañando y preparando para comer. La música desapareció y en cambio se oyen los grillos y los sapos. Ya pasó el camión regador y los chicos siguen jugando a las bolitas, algunos pescan en la zanja. El único que no se fue es el calor, seguro va a llover.
Hoy franco. Mañana la asamblea por los compañeros despedidos “…es una mala experiencia vivir temblando por todo. Cada cual vive a su modo, la rebelión es mi ciencia…”, cantó alguna vez el viejo.
Hace años se fue, mudo. Atrás la compañera Marisa rumbeó para otros pagos. La casa blanca sigue sola desde entonces.
Fuerte éste verano. Apago el pucho. Tomo otro mate. Ya está oscuro.
Zanja de por medio el viejo me mira sentado con el respaldo adelante, los brazos cruzados, el mentón encima. Sonríe sólo para mí con esa sonrisa sin dientes y sin uso.
Desde la orilla de enfrente, al lado del paraíso, empiezo a contar estrellas.
“…Cantor que canta a los pobres
Ni muerto se ha de callar
Pues ande vaya a parar
El canto de aquel cristiano
No ha de faltar el paisano
Que lo haga resucitar…”
Coplas del payador perseguido
Atahualpa Yupanqui
El calor hace imposible la siesta. Salgo de la casa más cansado que antes, con la cabeza a punto de estallar. Debe ser por el sol que cae fuerte sobre las chapas y el bochorno del verano que se pega en el lomo y aturde las ideas. Saco la silla de madera, esa que está toda descolada y me siento como él, con el respaldo adelante, los brazos cruzados y apoyando el mentón. No deben ser más de las cuatro. El piberío anda como si nada, los pelos duros de mugre, los mocos colgando, mientras festejan ruidosos el último gol. Allá en la esquina Rosa saca agua de la zanja con un balde viejo. Lo tira a la calle tratando inútilmente de refrescar un poco. Sucia y estancada, el agua cae pegando con fuerza sobre la tierra reseca y rebota levantando una fina cortina de polvo. Los rayos de sol, crueles e inhumanos, atraviesan esa capa terrosa que poco a poco se diluye y dispersa. Y allá atrás sólo yo veo la silueta del viejo.
Está en su silla como siempre, con el respaldo adelante, hamacándose, con los brazos sobre el borde donde apoya el mentón. A su lado, en el suelo, el Malinche. Perro de dudoso color entre marrón y negro; hocico y orejas afilados, ojos dulces; perro perro, siempre compañero. Del otro lado la pava abollada y negra, el mate, un poco de yerba. El viejo mira a los chicos chupando un cigarro apagado. Los mira sentado al ladito nomás del sauce. Difícil siempre saberle el tiempo vivido. Todos lo conocieron así desde el día en que apareció junto a aquel árbol frente a la casita blanca abandonada hacía rato. Surcos cuarteando la piel oscura, ojos chiquitos, acechantes, barba y bigotes amarillos de tabaco, pocos dientes, menos sonrisas.
Apareció en el barrio algún día de algún noviembre, aún joven, con la vista perdida en los eucaliptos del fondo mientras el sol se perdía por atrás del campo tiñendo al maizal de naranja furioso. Se quedó parado por horas, hasta que el cielo se pintó de negro con la luna nueva y colmado de estrellas
Yo era un gurí que no pasaba la decena. Vi su silueta recortada entre las sombras cuando volvía de vagar por el río con mis amigos del barrio. Traía atados a la caña un par de bagres que había pescado. Mientras bordeaba las vías y espantaba a los perros me acerqué a ese aparecido de los cuentos de la tía Ñata. Caminé hacia él como hechizado y me paré cerca. Sucio y barrigón no me senté ni me animé a hablarle.
Todos los otros se habían ido asustados por su facha, yo no podía despegarme del tronco del sauce y por hacer algo, porque él me ignoró, empecé a contar estrellas en voz baja mientras oía de fondo a los grillos y a los sapos.
De pronto la magia se quebró. Mi madre gritó desde el portón:
-Marcos, la cena está lista. Vení a lavarte.
No le respondí porque total no podía oírme, se había metido en la casa. Iba por la estrella cuatrocientos diez.
Al día siguiente creo que conté trescientas más. Cuando iba por las dos mil había pasado más de una semana. El viejo miraba el cielo y yo parado a su izquierda tratando de no molestar al Malinche.
-¿Te faltan muchas?- preguntó de golpe.
Me asustó.
- No sé, qué se yo, creo que a algunas las conté dos veces.
- Puede ser, nunca se sabe.- murmuró- Decime algo, ¿Marcos, no?- afirmé con la cabeza- ¿Vos porqué no te vas como los otros?
Le tendría que haber dicho que a mí también me daba miedo pero me hice el valiente y le dije: -Los otros son unos giles. Me llama mi mamá- y salí corriendo.
Trato de leer el diario. Es muy difícil porque los chicos de la Sonia tienen la cumbia a todo lo que da, canciones irreproducibles hasta para mí que tengo la boca más sucia que una letrina. El ruido crece porque se mezcla con algún chamamé de las casas del fondo. A la vuelta alguno corta el pasto. Se huele además de escucharse a la máquina ir y venir. La verdad es que hace rato que la tarde no es tranquila pero el calor sigue siendo infernal. Hoy tengo franco así que no voy a andar por la fábrica subiendo y bajando escaleras, ajustando tuercas, controlando las líneas y los silos. El olor al maíz es muy fuerte, el viento debe venir del río, igual yo ya no lo siento, está metido en mi nariz y en mi cabeza desde que nací. Hoy no trabajo, voy a poder ver las estrellas.
A partir de aquella noche me senté a los pies del viejo todo el verano para escuchar las historias que contaba. Eran de gente común. Me habló de la huelga grande en Buenos Aires cuando él era todavía un pibe y de cómo mataron a los obreros, de la levantada de los campesinos por el sur, del Che. Otras veces no contaba, entonaba bajito canciones de Atahualpa y Viglietti, decía algo de desalambrar que yo no entendía pero me gustaba su voz cuando lo cantaba.
Algunos días me ignoraba pero de todas maneras me quedaba a su lado, como perro manso, igual que Malinche. Y contaba estrellas.
A veces se iba a la mañana bien temprano, antes que sonara la sirena de la fábrica. Bordeaba las vías con las manos en los bolsillos y el pucho colgando y tomaba el tren a Buenos Aires. Cuando volvía del colegio lo encontraba casi siempre en su árbol con la mirada fija en los eucaliptos.
Un día apareció con una mujer – La compañera Marisa- presentó. Se quedó a vivir en la casa blanca que desde entonces pareció menos abandonada. Era linda Marisa, me gustaba su pelo naranja, igual a los maizales incendiados de noviembre, y como cantaba. Era maestra en el bajo y en la escuela de adultos.
A mi papá no le gustaban, los evitaba y no quería que yo los tratara. Cuando se lo conté al viejo se rió con esa risa poco usada, me revolvió el pelo y me dijo – Qué joder, rajá de acá entonces, hacele caso a tu viejo.-
Sus momentos más elocuentes fueron aquellos estimulados por el tinto o la ginebra. Gracias a ellos me enteré de que había nacido en el norte y que su papá fue jornalero de los ingenios de azúcar, que laburó y laburó y que murió tan pobre como nació. Su madre tuvo otros siete hijos. La miseria le llevó uno nomás al nacer y una de las mujeres se fue pariendo; a los otros se los llevó la vida misma. El dijo que no había nacido para transcurrir y que por eso se fue a la capital. Las cosas no salieron como hubiera querido. Terminó hombreando bolsas en el puerto. Parafraseaba a Don Ata diciendo que “unos trabajan pa´trueno y es pa´otros la llovida”. Después me decía – Hay que estudiar Marquitos, para que no te usen, para pedir lo que te corresponde. Hay que estudiar”.
Hice lo que pude. Terminé séptimo y después dos años de bachiller pero con los milicos todavía la cosa se ponía brava. Cuando repetí mi viejo me consiguió un puesto en la fábrica y empecé a vivir al compás del silbato. A las siete, a las once, a la una y a las cinco. Sonaba la sirena, marcaba la tarjeta.
La fábrica es una cosa loca. Te llama con voz seductora y te atrapa. Cuando te tiene es casi imposible dejarla. Hace más de treinta años que estoy adentro. Conozco como vive, su corazón, como respira. Ella me traga, me mastica y me escupe cuando sólo soy un puñado de vísceras inservibles. Los días, la vida son de acuerdo al turno, la quincena, el sueldo. Depende de los compañeros que se accidentan, que se caen desde el tope de los silos y se lastiman y al tiempo vuelven. O no vuelven más.
La tarde empieza a declinar. El sol es menos brutal ahora y la cuadra se va poblando. Allá en la esquina los Martínez desatan los caballos para que pastoreen en el campito. Mate va, mate viene. Toda la comadreada se junta y se pasa los chusmeríos del día. Los techos se incendian igual que los eucaliptos atrás con la bola de fuego que no perdona ni a pobres ni a ricos. El sudor se pega en el cuero de los hombres que ya no saben qué sacarse. Los chicos se mojan con las mangueras y embarran todo. La música sigue pero la Mabel la tapa gritándole al que cortaba el pasto porque ahora lo quema y le ahuma la ropa recién colgada. No alcanzo a oír lo que él le contesta.
Se lo llevaron en el setenta y ocho cuando todos gritaban los goles del mundial en un invierno frío. Habían quedado atrás los sofocones del verano, los cuentos, las canciones y las estrellas. Yo tenía como doce y los vi desde mi ventana. Eran muchos y hacían ruido como si quisieran que todo el barrio se enterase. Vinieron en patrulleros y en Falcones verdes, cargados de armas hasta el cuello como si en la casa del viejo hubiera escondido un batallón. Tuve miedo. Pese al quilombo nadie salió a mirar qué pasaba. Tiraron abajo la puerta, a las puteadas. Gritaban, se oía cómo volaban las cosas adentro, cómo rompían lo de vidrio, con saña. Sacaron al viejo a empujones y encapuchado. Nadie salió a defenderlo. Mi papá tampoco. No volví a dormir. Lloré mucho abrazado a mi almohada.
A la mañana siguiente me metí en la casa blanca a escondidas de mi mamá. Era la primera vez que entraba. Todo era un lío, caminaba con cuidado y levantaba libros y cuadros.
Habían destrozado con odio.
En el dormitorio encontré a la compañera Marisa escondida, acurrucada, llorando. El pelo naranja despeinado y en camisón. La tapé con una manta, le acaricié la cabeza, le llevé agua y me fui en silencio imaginando estrellas.
Lo entregó el cura. Un tipo oscuro, decrépito. No fue al único que delató.
Nadie hablaba de lo que pasó en la casa blanca. Nadie creía que él volvería. Nadie excepto Malinche, la compañera Marisa y yo.
Malinche no se movía del sauce, la compañera Marisa ponía el agua para el mate todos los días a eso de las cinco. Miraba hacia la puerta abierta y nunca más la escuché cantar.
Un día, con el invierno cansado de helar los campos y cuando detrás de los eucaliptos amenazaba con teñirse de naranja lo vimos los tres parado frente a la puerta. Estaba sucio, flaco. Mudo. Nos miró con ojos acuosos, me revolvió los pelos, acarició a Malinche y abrazó largo a su cumpa.
Se sentó como siempre con el respaldo adelante, los brazos cruzados y el mentón apoyado mientras la noche caía. A su lado quedamos, como perros mansos, Malinche y yo. La luna gigante, amarilla, iluminó la calle.
El cielo se va apagando. Las mujeres ya vuelven con las bolsas de los mandados, los hombres agarran sus bicicletas y marchan para que la fábrica se los coma. Los del turno mañana se deben estar bañando y preparando para comer. La música desapareció y en cambio se oyen los grillos y los sapos. Ya pasó el camión regador y los chicos siguen jugando a las bolitas, algunos pescan en la zanja. El único que no se fue es el calor, seguro va a llover.
Hoy franco. Mañana la asamblea por los compañeros despedidos “…es una mala experiencia vivir temblando por todo. Cada cual vive a su modo, la rebelión es mi ciencia…”, cantó alguna vez el viejo.
Hace años se fue, mudo. Atrás la compañera Marisa rumbeó para otros pagos. La casa blanca sigue sola desde entonces.
Fuerte éste verano. Apago el pucho. Tomo otro mate. Ya está oscuro.
Zanja de por medio el viejo me mira sentado con el respaldo adelante, los brazos cruzados, el mentón encima. Sonríe sólo para mí con esa sonrisa sin dientes y sin uso.
Desde la orilla de enfrente, al lado del paraíso, empiezo a contar estrellas.
india