Quedé sola de éste lado del andén, sentada en un banco duro, bajo un techo de chapas que tapaba poco del sol y el calor anormal para abril.
Por segundos perdí el tren. Ahora tendría que esperar. Fue feo cuando corrí y vi que, hiciese el esfuerzo que hiciese, igual se iría sin mí delante de mi nariz.
Estaba muy cansada y tenía náuseas por el olor a fritanga que salía del bar de higiene dudosa del final de la estación. Había trabajado mucho.Mi jefe me había gritado. Esta vez no contesté nada, me comí las lágrimas y las respuestas porque necesitaba seguir trabajando aunque fuese en ese tugurio. Sentía tanta bronca cuando veía algún abuso que en poquísimas ocasiones podía controlarme. Pero entonces, indefectiblemente, volvería a ocupar un lugar de desocupada en las estadísticas.
No eran más de las seis. Del otro lado llegó un rugido imponente, era el tren que venía de la capital. De a poco fue parando. Dejé a un lado la revista que estaba leyendo. No podía prestarle atención a las minas esculturales en lugares paradisíacos cuando la imagen que tenía enfrente era su perfecta contracara.
El tren partió. Pitó sonora la bocina y comenzó a arañar los rieles. No podía dejar de mirar. Como un cachetazo se deslizaron ante mí decenas de personas que abarrotaban los vagones y que sobraban por todos lados. Tantos nadies amontonados. Sin caras. Tantas manos colgadas de las puertas, los agarramanos, de a tres, de a cuatro, de a miles. Bolsos pesados, miradas y gestos hartos de calle, de maltratos, de cansancio. Muchos con pobreza y hambre de días. Tipos sentados hasta en el techo.
No pude dejar de observarlos.
En el último vagón, una puerta cerrada. Otra más. Un rectángulo y los últimos tres hombres afirmados en el escalón con una bicicleta destartalada parada en una rueda. Me aterró que alguno pudiese perder el equilibrio.
Mi jefe me gritó. No lo merecía y las lágrimas empezaron, otra vez, a correr.
Estaba sola de éste lado del anden.¿Estaba sola de éste lado del andén?.
La máquina y los vagones se alejaban y con ellos decenas de hombres tristes que no veían que lloraba.
El tipo de la bicicleta soltó peligrosamente su mano del caño y con una sonrisa gastada me dijo chau.
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