Camino despacio. Intento alcanzar el río antes de que lo lleven las sombras. Tengo miedo porque no sé qué vendrá.
Soy una semilla insignificante.
Chiquita, no valgo nada. ¿Qué será de mí cuando germine?
¿Germinaré?
Giro sobre mí misma. Está oscuro. Busco. Busco por lugares que alguna vez supuse conocidos y que ahora me niegan toda familiaridad, toda luz.
Me hundo en la tierra. Mis pies se hunden, ¿tengo pies? el miedo se va, huye porque la tierra me guarda, me acuna. Cambio de forma, mi humana apariencia se encoge, pierde forma conocida, se hace simiente.
Me siento tibia entre gruesos terrones negros, calientes por un sol rabioso que durante horas los sometió. Un sol que los acosó, que se hundió, que fermentó a la simiente que soy hoy.
Estoy perdida en la inmensidad.
Tengo fuerza, tuve fuerza y sé que debo llegar alto, porque estoy predestinada.
Siento que me quiebro, que voy a perecer.
La tierra ya no me salva, o sí, todavía estoy cubierta.
Estoy aterrada. Hundida y sin río. Quieta y con tantas ansias de germinar.
Estallo, reviento y no sé si entiendo qué sucede. Fija, inmóvil…me abro y tengo un hilo de vida, raíz que baja, que no se separa de mí…agua, quiero agua. Busco, anhelo mi río, agua que me meza, que me alimente, que me ame, que me riegue.
Agua.
El sol aparece y me ciega, florezco y soy un gajo pequeño; quiero crecer, llegar alto, muy alto, quiero tocar el cielo con mis manos, crezco, crezco y subo
El río ya no tan lejano. Amo al río pero él se escapa, me deja, se va.
Amo al río y estoy prisionera de mis raíces, de mi tierra, de la que me acunó y ahora no me deja ir…
¿Cómo lo alcanzo? ¿Cómo lo encuentro?
Llega, me toca, me moja, me da vida y se va.
Desfallezco, me hago laxa, me quiebro al viento, me dejo mecer por él, le soy infiel, río, a carcajadas río, río.
Cada vez más alta, cada vez más cerca, me expando, ramas y ramas crecen, salen, me cortan, me desespero.,
Mis ramas se extienden, se alejan. Se pueblan de hojas, me tapan de verde, me cambian. Pierdo mi imagen ¿Dónde estoy? ¿Dónde quedó la semilla?
Me visitan pájaros, insectos, lombrices, abejas.
Pájaros que van y vienen, que traen al río y que con su agua me refrescan.
La lluvia se niega a visitarme, el viento me acosa, no se cómo defenderme.
La tormenta me sacude, me enrolla, me retuerce, me desviste y me deja desnuda al sol para volver a florecer, para esperar al amor, para desearlo cada vez, toda vez, para ir hacia el cielo, siempre alto.
Es un camino ya marcado, es un destino ¿qué es?
Lo tengo, río fuerte y poderoso, crecido por la lluvia que nos junta, que de alguna manera cómplice desea que me roce apenas pero que se vaya, que entonces haga que lo conozca, que lo desee hasta querer morir.
No pudo acercarme a él.
Todo me lo impide.
Mis ramas laxas se mecen, pasean y apenas lo tocan, ¿con eso se conforman?
Un sol fuerte que queme para no sentir el calor que me abraza por dentro y que me hace desearlo hasta hacerme sentir marchita, vacía, perenne.
Sola y fatal. Deseosa y ávida.
Incapaz de unirme a él, incapaz de moverme y llegar más allá adonde el río baja y se va, adonde me deje la realidad.
Habitada y poblada, sola, cielo inalcanzable aunque suba y suba
Río, tremenda soledad de saberlo cerca y jamás poder tocarlo.
Un tronco a la deriva, sin vida…un tronco y un río que va…
domingo, 19 de octubre de 2008
viernes, 5 de septiembre de 2008
Rojo sangre
Kary se cortaba. Necesitaba el dolor físico para tapar/esconder los dolores del alma.
Su cuerpo era un mapa. Cicatrices rosadas subían y bajaban del codo a la muñeca, en los muslos, bajo las tetas.
No podía decir lo que sentía y, entonces, se aliaba con la gillette.
La sangre goteaba espesa y caía, lenta, por segundos, sobre la alfombra.
Kary no hablaba, Kary actuaba. Su dedo un pincel, su sangre pintura y las paredes de su cuarto un libro abierto escrito de dolor.
Nunca pudo decir qué le dolía.
Sentir
¿Qué siente?
Su cuerpo y ella no son amigos, no sé si algún día lo fueron.
Es una trampa.
Su cabeza no tiene calma. Piensa; piensa y habla todo el tiempo.
Tira ideas, genera ansiedades, grita culpas. Todo le molesta, nada le alcanza.
Ordena y ella ejecuta hasta que se rebela. Ordena acción cuando grita que todo se va al carajo, que la casa es un quilombo, que nada salió como ella lo había planeado, que cada vez está más gorda, que todo lo hace a medias. Le grita tibia, que no se juega por nada. Todo a mitad de camino. Y después se reprocha.
Todo y nada no existen. Los extremos se tocan.
Kary no siente el cuerpo. O lo siente, mejor dicho. Le pesa, le duele siempre y se llena de lugares comunes. Tiran los gemelos, quema la espalda, hay plomo sobre los hombros, estalla la cabeza.
Lo siente entonces y arremete mientras la cabeza sigue tirando letanías desagradables. - que de eso no se ocupe, que no sabe lo suficiente, nunca va a lograrlo por más que se esfuerce- pero contradictoriamente ordena – andá y estudiá, leé, buscá, preguntá, tenés que aprender, saber…
Y el final queda en un plano tibio de casi nada, casi todo.
Prisionera, reprimida.
Cabeza maldita. La engañó durante años.
Boca seca. Boca seca de tanto hablar para decir tan poco.
Ambigüedades. Creyó cada una de las verdades, cada una de las frases hechas.
Medio judía llena de culpas.
Cristiana a medias rodeada de mandamientos.
Atea falsa que ruega por un dios que le de paz.
Los locos deliran, alucinan. Las voces los mandan, apabullan, hieren, ordenan.
Como su cabeza.
Años hablando de lo mismo, carretillas de dinero en ofrenda al dios analista para que dispare alguna verdad o sentencia.
Vida perseguida y prisionera de un cuerpo insoportable que no goza, que no se suelta. Gobernado por una tirana insatisfecha y déspota que cuando se siente desobedecida y amenazada late con fuerza, paraliza, adormece, duele.
Una guerra sin tregua.
Kary escribía con sangre su dolor para poder sentirlo. No lo soportaba, lo enmudecía con tajos.
Kary desangraba todo eso a lo que no podía ponerle palabras.
Afuera pasos, órdenes, ruidos, música estridente.
Adentro silencio, excepto en la cabeza.
Luces fuertes frente al espejo. Fotos brillantes con gestos felices. Polvos y pinceles. Kary vuelve a mirarse, meticulosamente. Se para y busca las plumas,
Alguien golpea la puerta. Un golpe seco, “cinco minutos”, le avisan.
Kary acomoda su bikini, se enfunda en largos guantes de seda rojo sangre. Maquilla una vez más lo que pueda delatarla. Es experta en el arte de tapar.
Guarda sus piernas eternas en botas eternas de taco aguja.
Cierra la puerta tras de sí. Mira despectiva y de soslayo la estrella que la adorna con su nombre mientras dirige a todos una mueca que intenta ser sonrisa.
“El show debe continuar” escucha desde un abismo y pone un pié en el primer escalón.
Su cuerpo era un mapa. Cicatrices rosadas subían y bajaban del codo a la muñeca, en los muslos, bajo las tetas.
No podía decir lo que sentía y, entonces, se aliaba con la gillette.
La sangre goteaba espesa y caía, lenta, por segundos, sobre la alfombra.
Kary no hablaba, Kary actuaba. Su dedo un pincel, su sangre pintura y las paredes de su cuarto un libro abierto escrito de dolor.
Nunca pudo decir qué le dolía.
Sentir
¿Qué siente?
Su cuerpo y ella no son amigos, no sé si algún día lo fueron.
Es una trampa.
Su cabeza no tiene calma. Piensa; piensa y habla todo el tiempo.
Tira ideas, genera ansiedades, grita culpas. Todo le molesta, nada le alcanza.
Ordena y ella ejecuta hasta que se rebela. Ordena acción cuando grita que todo se va al carajo, que la casa es un quilombo, que nada salió como ella lo había planeado, que cada vez está más gorda, que todo lo hace a medias. Le grita tibia, que no se juega por nada. Todo a mitad de camino. Y después se reprocha.
Todo y nada no existen. Los extremos se tocan.
Kary no siente el cuerpo. O lo siente, mejor dicho. Le pesa, le duele siempre y se llena de lugares comunes. Tiran los gemelos, quema la espalda, hay plomo sobre los hombros, estalla la cabeza.
Lo siente entonces y arremete mientras la cabeza sigue tirando letanías desagradables. - que de eso no se ocupe, que no sabe lo suficiente, nunca va a lograrlo por más que se esfuerce- pero contradictoriamente ordena – andá y estudiá, leé, buscá, preguntá, tenés que aprender, saber…
Y el final queda en un plano tibio de casi nada, casi todo.
Prisionera, reprimida.
Cabeza maldita. La engañó durante años.
Boca seca. Boca seca de tanto hablar para decir tan poco.
Ambigüedades. Creyó cada una de las verdades, cada una de las frases hechas.
Medio judía llena de culpas.
Cristiana a medias rodeada de mandamientos.
Atea falsa que ruega por un dios que le de paz.
Los locos deliran, alucinan. Las voces los mandan, apabullan, hieren, ordenan.
Como su cabeza.
Años hablando de lo mismo, carretillas de dinero en ofrenda al dios analista para que dispare alguna verdad o sentencia.
Vida perseguida y prisionera de un cuerpo insoportable que no goza, que no se suelta. Gobernado por una tirana insatisfecha y déspota que cuando se siente desobedecida y amenazada late con fuerza, paraliza, adormece, duele.
Una guerra sin tregua.
Kary escribía con sangre su dolor para poder sentirlo. No lo soportaba, lo enmudecía con tajos.
Kary desangraba todo eso a lo que no podía ponerle palabras.
Afuera pasos, órdenes, ruidos, música estridente.
Adentro silencio, excepto en la cabeza.
Luces fuertes frente al espejo. Fotos brillantes con gestos felices. Polvos y pinceles. Kary vuelve a mirarse, meticulosamente. Se para y busca las plumas,
Alguien golpea la puerta. Un golpe seco, “cinco minutos”, le avisan.
Kary acomoda su bikini, se enfunda en largos guantes de seda rojo sangre. Maquilla una vez más lo que pueda delatarla. Es experta en el arte de tapar.
Guarda sus piernas eternas en botas eternas de taco aguja.
Cierra la puerta tras de sí. Mira despectiva y de soslayo la estrella que la adorna con su nombre mientras dirige a todos una mueca que intenta ser sonrisa.
“El show debe continuar” escucha desde un abismo y pone un pié en el primer escalón.
jueves, 14 de agosto de 2008
FISURA
Si sabes que voy a hacer
no me quieras convencer
siempre mirando hacia atrás
nunca, nunca entenderás
LAS PELOTAS
-Me tenés harta,- le grité- me voy a la mierda.
-Andate, loca, y no vuelvas- gruñó Tomás del otro lado de la casilla.
Salí caminando, casi corriendo y sin mirar a ningún lado; enajenada. Como hacía siempre que las cosas salían mal. Doblé a la izquierda y seguí sin rumbo, esquivando charcos, “- hijo de puta, quién se cree que es. Hacerme esto, justo a mí que soy la única que lo banca y esconde cuando lo corre la yuta. Pollerudo, vamos a ver qué hace cuando no sepa dónde esconder su basura, se va a tener que meter todo en el culo. Ya va a saber quién soy yo.”
Seguí murmurando aunque me faltaba el aire por las lágrimas y los mocos. Las veredas se agrandaban a medida que los pasillos de la villa desaparecían y el sol me daba de frente y se guardaba atrás del agua podrida y negra del riachuelo que María Julia nunca limpió.
Subí entre casillas, chapas y basura hasta la estación Avellaneda y me senté en un rincón a llorar. Algunos compañeros que salían a cartonear saludaron desde la otra punta. Lo conocían a Tomás, por eso no dijeron nada.
Otra vez sola, como cuando mi vieja se fue. Yo tenía seis años y la Chola me encontró sentada en el colchón con una remera nomás y con el frío que hacía; igual que hoy. Yo lloraba, me acarició el pelo y preguntó por mi mamá. Se había ido a comprar pan ayer, le dije. Si tenía hambre, me preguntó, yo subí y bajé la cabeza y la Chola se hizo cargo.
Yo sabía que a ella también la habían abandonado hacía poco. Toda la villa lo sabía. Pero menos mal, por lo que contó. El tipo que vivía con ella la cagaba a palos todos los días. La última vez que quiso hacerlo la Chola lo amenazó con la cuchilla. Le dijo bajito que esa iba a ser la última piña, para los dos y entonces él, después de tirarle todo lo que había arriba de la mesa se fue pegando un portazo. Me acuerdo que me dijo que sintió más alivio que soledad. Y lástima por él.
Mi vieja se fue con otro tipo, el de la Chola por matón y cobarde. Esa mañana la Chola me agarró y me arrodilló adelante de la virgencita y le juró, por las dos, que nunca más un hombre iba a jodernos la vida. Yo creo que la Chola tendría que haber jurado por ella porque hoy lo tengo a Tomás, que no me faja pero igual jode.
-Ma´sí, mejor que se vaya ésta piantada, o se pensará que por un par de veces que me guardó la voy a bancar para siempre. Todo el día reclamando. Guita no, que hasta en eso se le nota lo tarada. Prefiere laburar para que yo no salga a vender. La vida arriba de los trenes con los chanchos babosos, los tipitos mirándola, pero “con la frente alta”, cosa de no creer esa mina, se piensa que con que pegue unos gritos me va a cambiar.
Hace frío, ¿habrá comprado otra garrafa?, mejor entro y tomo unos mates.
Hoy se pasó de viva, la próxima vez la cago a trompadas.
Lo conocí en los trenes. Me defendió de los pibes que quisieron afanarme lo que había juntado. Lo vi valiente. Después caminamos hasta Constitución. Otra vez tomamos el subte hasta el obelisco y paseamos por Corrientes. Casi se siempre se quedaba con la billetera de algún distraído y nos íbamos a comer una pizza a Guerrín. Esas noches me sentía importante, no comíamos parados. Tomás buscaba una mesa escondida y mientras esperábamos revisaba el botín, se reía de las caras de las fotos, hacía chistes, me acariciaba el pelo y juraba que esa iba a ser la última vez. Decía que todo esto era por nosotros, para poder salir de la basura, algunos trabajos nomás, que él estaba limpio, que porquerías no tomaba porque te quemaban la cabeza, que eso era para los giles. Le creí.
Laburaba solo, era más seguro y no había que compartir. Hasta que llegó el Loco.
Salía con ellos, cuando yo merodeaba bajaban la voz y Tomás me echaba. A veces pasaban días y no volvía.
Me quedaba en la casilla contando segundos y miraba por la puerta para verlo llegar silbando y con las manos en los oídos para no oír ni mis puteadas ni los pedidos de que buscase un trabajo limpio.
Una vuelta llegó corriendo como si el diablo le pisara los talones. Tiró el fierro. Lo seguían. Por suerte los había perdido cuando entró por los pasillos de la villa.
Fue la primera vez. Después me acostumbré. Estuvo guardado un par de veces y ni el Loco ni ninguno de la banda le dio una mano. Eran unos truchos; vivían duros y cada vez se metían en la nariz porquerías más rebajadas. Estaban fisurados.
Tomás no. Seguí creyéndole.
¡Cómo tarda ésta mina! Encima tengo una lija. Como de costumbre en este rancho no hay una mierda para comer. Me voy a lo del Turu a buscar un papel, la de él es bastante buena, espero que me banque porque no tengo un mango.
“Es un zarpado”, pensé mientras caminaba por Constitución y decidía si ir a Suarez para ver si la Chola me dejaba dormir en su casa o si quedarme yirando. Hacía mucho frío, pero con Tomás no volvía ni loca. Por él la Chola me echó de casa, me dijo que cualquier cosa menos turritos comermierda y que con él no iba a levantar cabeza nunca más. Pero Tomás iba a cambiar, lo había jurado.
Al final elegí a la Chola y sus sermones. El subte estaba calentito y por suerte vacío. Empecé a llorar de nuevo. Una vieja me miró desde la otra punta, pero no se acercó. Nadie se acerca cuando ve a alguien llorar. En Retiro el tren tardó. “¿Qué estará haciendo ahora?, mejor ni pensarlo.
No puedo creer que todavía no vino. Esta vez se enculó en serio. Encima si entra ahora estoy duro como una piedra. Igual nunca se dio cuenta, seguro que en un rato llega con una pizza. Más vale que vuelva pronto sino el que no vuelve más soy yo.
Llegué a Suarez con hambre, frío y una tristeza que nunca pensé que iba a sentir. Caminé por la orilla de las vías hasta el puente y desde ahí encaré para la villa. Estaba todo cambiado. Más chapas, más casillas, más lamentable. Hacía más de cinco años que no iba por ahí. En la esquina sin luz un par de pendejos fumaban paco. Me dio miedo pasar por ahí porque Tomás no estaba para defenderme. Le perdoné tantas. Esta no. Por suerte la casa de la Chola tiene luz. Espero que esté sola.
Le dije hola a la Chola, ella no preguntó porqué lloraba Esta guacha no piensa volver Me fui para siempre le dije y le pregunté si me podía quedar Capaz que se hartó en serio, ¿y si no vuelve? La Chola me dejó pasar. Estaba todo igual, hasta mi cama en la esquinita. Mañana lo busco al Loco a ver si tiene algo Le contesté que no me había cansado de que afane, le dije que tenía que esperar a la casita de material, que él me había prometido que ahí largaba todo Si no tienen ningún laburito me voy a cagar de hambre ¿cuándo vuelve ésta reventada? Sí, le dije a la Chola, era cierto que había estado en cana un par de veces, que lo visitaba los domingos Hace un frío de mierda, ni en pedo duermo solo Le dije a la Chola que le había bancado cualquier cosa, pero hoy fue, como ella decía siempre, la gota que había colmado el vaso Soy un boludo, cómo no me acordé que jugaba Racing y que seguro no laburaba Chola no me interrumpió y le seguí contando que aunque sabía que el Loco y los pibes vendían y vivían fisurados. Tomás juraba que él nunca, él pungueaba. Yo le creía, pero hoy, en la casilla, estaba tirado, parecía muerto y en la mesita había polvo blanco, merca, le aclaré a la Chola por si no entendía. Me sentí tan boluda, y en mi pieza había una mina dormida Le tendría que haber dicho a la Yoli que seguro iba a salir mal, ¿pero cómo decirle no a ese culo infernal? Lo levanté del suelo todavía asustada, le seguí contando, y cuando vi que respiraba le tiré un balde de agua para que se despierte, ahí fue cuando le grité, Chola, que se fuera a la mierda le grité, y me fui llorando. No le creo nada más, Chola, nunca más Y no va a venir, la loca no piensa venir La Chola me dio un beso en la frente y me pasó el brazo por los hombros. Fuimos juntas hasta la virgencita y, llorando, le prometimos que un tipo no volvía a cagarnos la vida. Nunca más.
no me quieras convencer
siempre mirando hacia atrás
nunca, nunca entenderás
LAS PELOTAS
-Me tenés harta,- le grité- me voy a la mierda.
-Andate, loca, y no vuelvas- gruñó Tomás del otro lado de la casilla.
Salí caminando, casi corriendo y sin mirar a ningún lado; enajenada. Como hacía siempre que las cosas salían mal. Doblé a la izquierda y seguí sin rumbo, esquivando charcos, “- hijo de puta, quién se cree que es. Hacerme esto, justo a mí que soy la única que lo banca y esconde cuando lo corre la yuta. Pollerudo, vamos a ver qué hace cuando no sepa dónde esconder su basura, se va a tener que meter todo en el culo. Ya va a saber quién soy yo.”
Seguí murmurando aunque me faltaba el aire por las lágrimas y los mocos. Las veredas se agrandaban a medida que los pasillos de la villa desaparecían y el sol me daba de frente y se guardaba atrás del agua podrida y negra del riachuelo que María Julia nunca limpió.
Subí entre casillas, chapas y basura hasta la estación Avellaneda y me senté en un rincón a llorar. Algunos compañeros que salían a cartonear saludaron desde la otra punta. Lo conocían a Tomás, por eso no dijeron nada.
Otra vez sola, como cuando mi vieja se fue. Yo tenía seis años y la Chola me encontró sentada en el colchón con una remera nomás y con el frío que hacía; igual que hoy. Yo lloraba, me acarició el pelo y preguntó por mi mamá. Se había ido a comprar pan ayer, le dije. Si tenía hambre, me preguntó, yo subí y bajé la cabeza y la Chola se hizo cargo.
Yo sabía que a ella también la habían abandonado hacía poco. Toda la villa lo sabía. Pero menos mal, por lo que contó. El tipo que vivía con ella la cagaba a palos todos los días. La última vez que quiso hacerlo la Chola lo amenazó con la cuchilla. Le dijo bajito que esa iba a ser la última piña, para los dos y entonces él, después de tirarle todo lo que había arriba de la mesa se fue pegando un portazo. Me acuerdo que me dijo que sintió más alivio que soledad. Y lástima por él.
Mi vieja se fue con otro tipo, el de la Chola por matón y cobarde. Esa mañana la Chola me agarró y me arrodilló adelante de la virgencita y le juró, por las dos, que nunca más un hombre iba a jodernos la vida. Yo creo que la Chola tendría que haber jurado por ella porque hoy lo tengo a Tomás, que no me faja pero igual jode.
-Ma´sí, mejor que se vaya ésta piantada, o se pensará que por un par de veces que me guardó la voy a bancar para siempre. Todo el día reclamando. Guita no, que hasta en eso se le nota lo tarada. Prefiere laburar para que yo no salga a vender. La vida arriba de los trenes con los chanchos babosos, los tipitos mirándola, pero “con la frente alta”, cosa de no creer esa mina, se piensa que con que pegue unos gritos me va a cambiar.
Hace frío, ¿habrá comprado otra garrafa?, mejor entro y tomo unos mates.
Hoy se pasó de viva, la próxima vez la cago a trompadas.
Lo conocí en los trenes. Me defendió de los pibes que quisieron afanarme lo que había juntado. Lo vi valiente. Después caminamos hasta Constitución. Otra vez tomamos el subte hasta el obelisco y paseamos por Corrientes. Casi se siempre se quedaba con la billetera de algún distraído y nos íbamos a comer una pizza a Guerrín. Esas noches me sentía importante, no comíamos parados. Tomás buscaba una mesa escondida y mientras esperábamos revisaba el botín, se reía de las caras de las fotos, hacía chistes, me acariciaba el pelo y juraba que esa iba a ser la última vez. Decía que todo esto era por nosotros, para poder salir de la basura, algunos trabajos nomás, que él estaba limpio, que porquerías no tomaba porque te quemaban la cabeza, que eso era para los giles. Le creí.
Laburaba solo, era más seguro y no había que compartir. Hasta que llegó el Loco.
Salía con ellos, cuando yo merodeaba bajaban la voz y Tomás me echaba. A veces pasaban días y no volvía.
Me quedaba en la casilla contando segundos y miraba por la puerta para verlo llegar silbando y con las manos en los oídos para no oír ni mis puteadas ni los pedidos de que buscase un trabajo limpio.
Una vuelta llegó corriendo como si el diablo le pisara los talones. Tiró el fierro. Lo seguían. Por suerte los había perdido cuando entró por los pasillos de la villa.
Fue la primera vez. Después me acostumbré. Estuvo guardado un par de veces y ni el Loco ni ninguno de la banda le dio una mano. Eran unos truchos; vivían duros y cada vez se metían en la nariz porquerías más rebajadas. Estaban fisurados.
Tomás no. Seguí creyéndole.
¡Cómo tarda ésta mina! Encima tengo una lija. Como de costumbre en este rancho no hay una mierda para comer. Me voy a lo del Turu a buscar un papel, la de él es bastante buena, espero que me banque porque no tengo un mango.
“Es un zarpado”, pensé mientras caminaba por Constitución y decidía si ir a Suarez para ver si la Chola me dejaba dormir en su casa o si quedarme yirando. Hacía mucho frío, pero con Tomás no volvía ni loca. Por él la Chola me echó de casa, me dijo que cualquier cosa menos turritos comermierda y que con él no iba a levantar cabeza nunca más. Pero Tomás iba a cambiar, lo había jurado.
Al final elegí a la Chola y sus sermones. El subte estaba calentito y por suerte vacío. Empecé a llorar de nuevo. Una vieja me miró desde la otra punta, pero no se acercó. Nadie se acerca cuando ve a alguien llorar. En Retiro el tren tardó. “¿Qué estará haciendo ahora?, mejor ni pensarlo.
No puedo creer que todavía no vino. Esta vez se enculó en serio. Encima si entra ahora estoy duro como una piedra. Igual nunca se dio cuenta, seguro que en un rato llega con una pizza. Más vale que vuelva pronto sino el que no vuelve más soy yo.
Llegué a Suarez con hambre, frío y una tristeza que nunca pensé que iba a sentir. Caminé por la orilla de las vías hasta el puente y desde ahí encaré para la villa. Estaba todo cambiado. Más chapas, más casillas, más lamentable. Hacía más de cinco años que no iba por ahí. En la esquina sin luz un par de pendejos fumaban paco. Me dio miedo pasar por ahí porque Tomás no estaba para defenderme. Le perdoné tantas. Esta no. Por suerte la casa de la Chola tiene luz. Espero que esté sola.
Le dije hola a la Chola, ella no preguntó porqué lloraba Esta guacha no piensa volver Me fui para siempre le dije y le pregunté si me podía quedar Capaz que se hartó en serio, ¿y si no vuelve? La Chola me dejó pasar. Estaba todo igual, hasta mi cama en la esquinita. Mañana lo busco al Loco a ver si tiene algo Le contesté que no me había cansado de que afane, le dije que tenía que esperar a la casita de material, que él me había prometido que ahí largaba todo Si no tienen ningún laburito me voy a cagar de hambre ¿cuándo vuelve ésta reventada? Sí, le dije a la Chola, era cierto que había estado en cana un par de veces, que lo visitaba los domingos Hace un frío de mierda, ni en pedo duermo solo Le dije a la Chola que le había bancado cualquier cosa, pero hoy fue, como ella decía siempre, la gota que había colmado el vaso Soy un boludo, cómo no me acordé que jugaba Racing y que seguro no laburaba Chola no me interrumpió y le seguí contando que aunque sabía que el Loco y los pibes vendían y vivían fisurados. Tomás juraba que él nunca, él pungueaba. Yo le creía, pero hoy, en la casilla, estaba tirado, parecía muerto y en la mesita había polvo blanco, merca, le aclaré a la Chola por si no entendía. Me sentí tan boluda, y en mi pieza había una mina dormida Le tendría que haber dicho a la Yoli que seguro iba a salir mal, ¿pero cómo decirle no a ese culo infernal? Lo levanté del suelo todavía asustada, le seguí contando, y cuando vi que respiraba le tiré un balde de agua para que se despierte, ahí fue cuando le grité, Chola, que se fuera a la mierda le grité, y me fui llorando. No le creo nada más, Chola, nunca más Y no va a venir, la loca no piensa venir La Chola me dio un beso en la frente y me pasó el brazo por los hombros. Fuimos juntas hasta la virgencita y, llorando, le prometimos que un tipo no volvía a cagarnos la vida. Nunca más.
viernes, 11 de julio de 2008
EL ESCRITOR COMO OPERARIO. R. ARLT
Si usted conociera los entretelones de la literatura, se daría cuenta de que el escritor es un señor que tiene el oficio de escribir, como otro de fabricar casas. Nada más. Lo que lo diferencia del fabricante de casas, es que los libros no son tan útiles como las casas, y después... después que el fabricante de casas no es tan vanidoso como el escritor.En nuestros tiempos, el escritor se cree el centro del mundo. Macanea a gusto. Engaña a la opinión pública, consciente o inconscientemente. No revisa sus opiniones. Cree que lo que escribió es verdad por el hecho de haberlo escrito él. El es el centro del mundo. La gente que hasta experimenta dificultades para escribirle a la familia, cree que la mentalidad del escritor es superior a la de sus semejantes y está equivocada respecto a los libros y respecto a los autores. Todos nosotros, los que escribimos y firmamos, lo hacemos para ganarnos el puchero. Nada más. Y para ganarnos el puchero no vacilamos a veces en afirmar que lo blanco es negro y viceversa. Y, además, hasta a veces nos permitimos el cinismo de reírnos y de creernos genios
viernes, 27 de junio de 2008
leer...escribir... por V.Woolf
..."los lectores capaces de construir con unas pocas indicaciones dispersas la entera circunferencia y el ámbito de una persona viva; los lectores capaces de transmutar nuestro mero susurro en una inconfundible voz; de percibir, aunque describamos o no, una cara precisa, de intuir sin una palbra que los ayude, un pensamiento exacto -y no escribamos sino para lectores así-, esos lectores ejemplares, decimos, saben muy bien que Orlando estaba formado de muchos humores...
-...Orlando era un hidalgo que padecía del amor de la literatura. Muchas personas de su tiempo, aún más las de su rango, escapaban al mal y quedaban en libertad de correr, de cabalgar o de enamorarse a su gusto...
...En la soledad el mal tomaba cuerpo más rápidamente. Ya entrada la noche leía unas seis horas más... Un apuesto caballero como él no necesitaba libros. Que dejara los libros, decían, a los tullidos y a los moribundos. Pero algo peor venía. Pues una vez que el mal de leer se apodera del organismo, lo debilita y lo convierte en una fácil presa de otro azote que hace su habitación en el tintero y que supura en la pluma. El miserable se dedica a escribir. Y si eso es ya bastante malo en un pobre, sin otra propiedad que una silla y una mesa debajo de una gotera, el trance de un hombre rico que sin embargo escribe libros es penoso en extremo.Se le escapa el sabor de todo; lo torturan hierros candentes: lo roen los gusanos. Daría el último centavo por escribir un solo librito y hacerse célebre; pero todo el oro del Perú no puede comprarle el tesoro de una frase bien hecha..."
de Orlando.
Virginia Woolf
-...Orlando era un hidalgo que padecía del amor de la literatura. Muchas personas de su tiempo, aún más las de su rango, escapaban al mal y quedaban en libertad de correr, de cabalgar o de enamorarse a su gusto...
...En la soledad el mal tomaba cuerpo más rápidamente. Ya entrada la noche leía unas seis horas más... Un apuesto caballero como él no necesitaba libros. Que dejara los libros, decían, a los tullidos y a los moribundos. Pero algo peor venía. Pues una vez que el mal de leer se apodera del organismo, lo debilita y lo convierte en una fácil presa de otro azote que hace su habitación en el tintero y que supura en la pluma. El miserable se dedica a escribir. Y si eso es ya bastante malo en un pobre, sin otra propiedad que una silla y una mesa debajo de una gotera, el trance de un hombre rico que sin embargo escribe libros es penoso en extremo.Se le escapa el sabor de todo; lo torturan hierros candentes: lo roen los gusanos. Daría el último centavo por escribir un solo librito y hacerse célebre; pero todo el oro del Perú no puede comprarle el tesoro de una frase bien hecha..."
de Orlando.
Virginia Woolf
lunes, 9 de junio de 2008
HAMBRE...por Juan Gelman
Hay 2600 millones de personas en el mundo que ganan menos de dos dólares por día y alimentarse les comería, según el país, hasta el 80 por ciento de sus ingresos. De manera que no comen o comen de manera insuficiente, su rebeldía es concreta como una piedra y los enormes intereses que manejan el precio de los cereales conocen el temor.
“La idea de que las masas hambrientas, llevadas por su desesperación, tomaran las calles para derribar al ancien régime parecía definitivamente exótica dado que el capitalismo triunfó de manera terminante en la Guerra Fría. Sin embargo, los titulares del mes pasado sugieren que el abrupto aumento del precio de los comestibles amenaza la estabilidad de un número creciente de gobiernos en todo el mundo...
Cuando las circunstancias tornan imposible alimentar a los hijos, ciudadanos normalmente pasivos pueden convertirse rápidamente en militantes que no tienen nada que perder”.
En efecto, el hambre es una forma aguda de terrorismo.
aporte de Mario Jegier
“La idea de que las masas hambrientas, llevadas por su desesperación, tomaran las calles para derribar al ancien régime parecía definitivamente exótica dado que el capitalismo triunfó de manera terminante en la Guerra Fría. Sin embargo, los titulares del mes pasado sugieren que el abrupto aumento del precio de los comestibles amenaza la estabilidad de un número creciente de gobiernos en todo el mundo...
Cuando las circunstancias tornan imposible alimentar a los hijos, ciudadanos normalmente pasivos pueden convertirse rápidamente en militantes que no tienen nada que perder”.
En efecto, el hambre es una forma aguda de terrorismo.
aporte de Mario Jegier
viernes, 6 de junio de 2008
La boca seca
Todo empezó cuando quise ponerle palabras, por fin, a la inmunda pesadilla que tantas noches había atormentado mis sueños.
Estaba ahí, tan vívida, nítida y real que creí poder apresarla y matarla con mis propias manos.
La idea de matarla quizás les parezca absurda porque, de hecho, la maldita ni siquiera tenía algún tipo de forma. No era ni un bicho, ni una persona para mí amenazante o desagradable, ni siquiera algún monstruito de esos que aparecen tan simpáticos en la tele o las películas para chicos.
Cuando la maldita se hizo presente experimenté esa misma sensación de sequedad en la boca. Intenté que mi lengua tocase el paladar, que pudiera deslizarse por los labios, que los moje, sentir mi saliva y nada de eso fue posible. En vano abrí las canillas. De ellas no salió agua o algo parecido. Tiré el vaso contra la pared porque se me ocurrió pensar, en medio de la desesperación, que otra vez estaba durmiendo y no lo había notado, pero el ruido del vidrio estrellándose contra los azulejos me demostró que nada más lejos de mi cama, ésta vez.
Gracias a las repeticiones constantes de dicha maldición de pesadilla, yo sabía paso a paso lo que sucedería. Eso era lo alarmante, porque si ésta vez no estaba soñando, cómo acabaría todo. Gran pregunta a la que no podía darle respuesta.
Entonces, paso a paso, sabía que no habría nada de agua en las canillas de la cocina y del baño; nada en la heladera. Nada de agua en el inodoro donde hundiría mi cara buscando alivio. Nada de nada.
La garganta quemaría, seca, y por más que hiciesen los movimientos correctos mis glándulas no secretarían saliva alguna. De hecho, la lengua iba y venía pero en cada movimiento se resquebrajaba un poco. A propósito, entonces, empecé a llevarla hacia adelante y hacia atrás. Se me ocurrió que, de esa manera, las grietas que se abrirían permitirían que saliese sangre.
Pero como en tantas oportunidades las grietas crecieron y tampoco así tuve suerte.
Esquivé las esquirlas que quedaron diseminadas por el piso de la cocina y en un huracán fui hasta la calle. Tenía que conseguir beber fuese como fuese. La lengua se pegaba, raspaba y no lograba articular ninguna palabra. Cómo explicarle a nadie qué era lo que deseaba si no podía hablar. Bueno, los sordos se comunican, pensé mientras corría por las escaleras hacia abajo.
El punto es que lamentablemente sabía que en el kiosco de al lado el viejito que atendía no habría puesto una botella en las heladeras y que jamás comprendería mi rústico lenguaje de señas, como tampoco lo harían ninguno de los transeúntes a los que atacaría desprevenidos y tampoco encontraría alivio en los siguientes infinitos kioscos y bares y fuentes y charcos recientemente evaporados con que me cruzaría. Además sabía que, al menos en sueños, la ciudad se iría vaciando poco a poco hasta dejarme completamente sola con mi alma y mi sed.
Cruel, la realidad se imponía a mi inconciente. Tantos años de diván sin poder contarle al analista de turno ni la pesadilla ni mis deseos, y ahora que me estaba pasando tampoco podría hacerlo porque él se volatilizó como todo el resto.
Harta, agotada, desalentada y sobre todo sedienta, me senté en un banco frente al río que, mágicamente, como ya lo sabía, se había sedimentado pareciendo una gigantesca pista de patín.
Ni siquiera intenté llorar, supuse que las lágrimas tampoco hubieran salido.
Si todo hubiese sido como debería haber tenido que ser, éste sería el momento en que sudorosa me despertaría y tantearía la mesa de luz donde previsoramente siempre descansaba un vaso de agua.
Sentí que estaba en problemas.
El licenciado siempre decía, cuando llegaba a éste punto, que me concentrase en mis deseos, aunque sea en uno solo, chiquitito; para que, aferrándome a él, pudieran aparecer los otros. Años con el licenciado, millonadas invertidas en el licenciado (tiradas, decían los descreídos de Freud y sus secuaces) y jamás pude encontrarlo.
Me peguntaba cómo lo lograría ahora que estaba sola y se podría inferir, desesperada.
Respiré por la nariz, inhalé y exhalé como aprendí en las clases de yoga, me visualicé con un porrón de espumeante cerveza al lado del mar; y nada.
Un deseo, el sueño me gritaba que debía encontrarlo, a cualquier costo, y para desear y conseguir debía pedir, ¿pedirle a quién? qué maldición la falta de fe.
Quise tragar saliva pero ya sabemos que era imposible.
Impotente me entregué.
Entonces, cuando entregada, de alguna manera me relajé, fue que te vi. Siempre habías estado ahí y, por tenerte en la cara, todo el tiempo, fue que no pude advertirlo.
Yo deseaba. Lo deseaba.
Deseaba abrazarlo por la espalda cada noche cuando agarraba la cuchilla y cortaba, todas iguales, las verduras para la cena; y besarle en el cuello.
Deseaba el abrazo largo, sentido, después de años sin vernos, y nuestros pasos por la avenida y su sonrisa y la confesión de un amor guardado y finalmente entregado.
Anhelé volver a verlo después de hacer el amor, sentado contra la pared, con la almohada entre las piernas y los ojos fijos en mí mientras hablábamos y hablábamos de las cosas de la vida y la noche se colaba por la ventana, poniendo su cara en blanco y negro, lentamente, hasta taparla por completo.
Las nubes crecieron sobre el río que de a poco empezó a correr y, con una furia tranquila, la lluvia cayó. Levanté la cara hacia el cielo y abrí la boca bien grande. Tomé agua hasta hartarme.
Tenía razón nomás el analista. Era cuestión de empezar a desear.
Estaba ahí, tan vívida, nítida y real que creí poder apresarla y matarla con mis propias manos.
La idea de matarla quizás les parezca absurda porque, de hecho, la maldita ni siquiera tenía algún tipo de forma. No era ni un bicho, ni una persona para mí amenazante o desagradable, ni siquiera algún monstruito de esos que aparecen tan simpáticos en la tele o las películas para chicos.
Cuando la maldita se hizo presente experimenté esa misma sensación de sequedad en la boca. Intenté que mi lengua tocase el paladar, que pudiera deslizarse por los labios, que los moje, sentir mi saliva y nada de eso fue posible. En vano abrí las canillas. De ellas no salió agua o algo parecido. Tiré el vaso contra la pared porque se me ocurrió pensar, en medio de la desesperación, que otra vez estaba durmiendo y no lo había notado, pero el ruido del vidrio estrellándose contra los azulejos me demostró que nada más lejos de mi cama, ésta vez.
Gracias a las repeticiones constantes de dicha maldición de pesadilla, yo sabía paso a paso lo que sucedería. Eso era lo alarmante, porque si ésta vez no estaba soñando, cómo acabaría todo. Gran pregunta a la que no podía darle respuesta.
Entonces, paso a paso, sabía que no habría nada de agua en las canillas de la cocina y del baño; nada en la heladera. Nada de agua en el inodoro donde hundiría mi cara buscando alivio. Nada de nada.
La garganta quemaría, seca, y por más que hiciesen los movimientos correctos mis glándulas no secretarían saliva alguna. De hecho, la lengua iba y venía pero en cada movimiento se resquebrajaba un poco. A propósito, entonces, empecé a llevarla hacia adelante y hacia atrás. Se me ocurrió que, de esa manera, las grietas que se abrirían permitirían que saliese sangre.
Pero como en tantas oportunidades las grietas crecieron y tampoco así tuve suerte.
Esquivé las esquirlas que quedaron diseminadas por el piso de la cocina y en un huracán fui hasta la calle. Tenía que conseguir beber fuese como fuese. La lengua se pegaba, raspaba y no lograba articular ninguna palabra. Cómo explicarle a nadie qué era lo que deseaba si no podía hablar. Bueno, los sordos se comunican, pensé mientras corría por las escaleras hacia abajo.
El punto es que lamentablemente sabía que en el kiosco de al lado el viejito que atendía no habría puesto una botella en las heladeras y que jamás comprendería mi rústico lenguaje de señas, como tampoco lo harían ninguno de los transeúntes a los que atacaría desprevenidos y tampoco encontraría alivio en los siguientes infinitos kioscos y bares y fuentes y charcos recientemente evaporados con que me cruzaría. Además sabía que, al menos en sueños, la ciudad se iría vaciando poco a poco hasta dejarme completamente sola con mi alma y mi sed.
Cruel, la realidad se imponía a mi inconciente. Tantos años de diván sin poder contarle al analista de turno ni la pesadilla ni mis deseos, y ahora que me estaba pasando tampoco podría hacerlo porque él se volatilizó como todo el resto.
Harta, agotada, desalentada y sobre todo sedienta, me senté en un banco frente al río que, mágicamente, como ya lo sabía, se había sedimentado pareciendo una gigantesca pista de patín.
Ni siquiera intenté llorar, supuse que las lágrimas tampoco hubieran salido.
Si todo hubiese sido como debería haber tenido que ser, éste sería el momento en que sudorosa me despertaría y tantearía la mesa de luz donde previsoramente siempre descansaba un vaso de agua.
Sentí que estaba en problemas.
El licenciado siempre decía, cuando llegaba a éste punto, que me concentrase en mis deseos, aunque sea en uno solo, chiquitito; para que, aferrándome a él, pudieran aparecer los otros. Años con el licenciado, millonadas invertidas en el licenciado (tiradas, decían los descreídos de Freud y sus secuaces) y jamás pude encontrarlo.
Me peguntaba cómo lo lograría ahora que estaba sola y se podría inferir, desesperada.
Respiré por la nariz, inhalé y exhalé como aprendí en las clases de yoga, me visualicé con un porrón de espumeante cerveza al lado del mar; y nada.
Un deseo, el sueño me gritaba que debía encontrarlo, a cualquier costo, y para desear y conseguir debía pedir, ¿pedirle a quién? qué maldición la falta de fe.
Quise tragar saliva pero ya sabemos que era imposible.
Impotente me entregué.
Entonces, cuando entregada, de alguna manera me relajé, fue que te vi. Siempre habías estado ahí y, por tenerte en la cara, todo el tiempo, fue que no pude advertirlo.
Yo deseaba. Lo deseaba.
Deseaba abrazarlo por la espalda cada noche cuando agarraba la cuchilla y cortaba, todas iguales, las verduras para la cena; y besarle en el cuello.
Deseaba el abrazo largo, sentido, después de años sin vernos, y nuestros pasos por la avenida y su sonrisa y la confesión de un amor guardado y finalmente entregado.
Anhelé volver a verlo después de hacer el amor, sentado contra la pared, con la almohada entre las piernas y los ojos fijos en mí mientras hablábamos y hablábamos de las cosas de la vida y la noche se colaba por la ventana, poniendo su cara en blanco y negro, lentamente, hasta taparla por completo.
Las nubes crecieron sobre el río que de a poco empezó a correr y, con una furia tranquila, la lluvia cayó. Levanté la cara hacia el cielo y abrí la boca bien grande. Tomé agua hasta hartarme.
Tenía razón nomás el analista. Era cuestión de empezar a desear.
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